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Malacrianza

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Aquello de “una limosnita por el amor del Señor” dicho con humildad  no iba para nada con Malacrianza, más que pedir él llegaba a casa de mis padres a cobrar. Le abrías la puerta, te miraba de arriba abajo y altanero levantaba la cabeza hacia arriba en plan “¿Bueno me van a atender sí o no?” Yo, dependiendo del humor con que anduviera,  me quedaba esperando en silencio hasta que hablara y preguntara por mi viejo, que era su contacto y con el que tenía una pésima relación que a él siempre le convenía. Los  días que pasaba por la casa, es decir 365 al año, mi padre le echaba el mismo discurso: “¿Diay? Sigue pidiendo, no sea vago, trabaje, que usted es un hombre joven…vaya a las construcciones, haga jardines, lo que sea pero deje de pedir…¿No le da vergüenza?”.A final mi padre suspiraba resignado, sacaba la billetera y le daba dinero. ¡Más de veinte años con el mismo sainete! Si quería molestarlo un poco no lo atendía y me mandaba a mí a la puerta con unas cuantas monedas. Yo se las daba

El bus de la U

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Por aquellos días, coger el bus de la Universidad era una de las alegrías del día sobre todo cuando uno pillaba el último.  Aparte de que Gerardo, el chofer, desde el primer día te trataba como si te conociera de toda la vida y a la segunda vez que te veía te pedía que le hicieras el favorcito de sentarte un ratico al volante y cobrar mientras él iba a tomarse un cafecito. Como generalmente conocía a la mayoría de pasajeros la sensación era que te ibas de paseo  con tus amigos de toda la vida; en esa época había decido seguir al pie de la letra el consejo de un libro de psicología práctica que más o menos decía que cuando uno se encontraba casualmente con alguien había que dedicarle al menos cinco minutos así que como si fuese un azafato iba pasando de asiento en asiento, hablando un ratico con la gente.  La verdad que no daba abasto porque como estaba en grupos comunales, religiosos, artísticos y políticos del pueblo –era un bombeta en todo el sentido de la palabra (era la época en la

Duelos

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Los duelos son la cosa más personal del universo. Aunque todas las religiones tienen un protocolo muy definido para ayudar a sobrellevar los primeros días con más o menos éxito. Lo cierto es que cada uno de nosotros estamos completamente solos frente a esas pérdidas irreparables: la gente puede animarnos, darnos buenos consejos pero a la hora de la verdad cada uno decide cómo quiere vivir esa etapa que por lo demás no tiene un período definido, hay quien dice que dos años, otros cinco y muchos que afirman que esa sensación de pérdida nos va a acompañar el resto de nuestras vidas. Hay quien por duelo se acerca a la religión y eso eso muy bien. Hay quien decide cambiar abruptamente de vida y eso está muy bien. Hay quien se refugia en el ejercicio y eso está muy bien. Hay quien decide llevar una intensa vida social y eso está muy bien. Hay quien prefiere aislarse del mundo y eso está muy bien. Cualquier cosa que se haga, si uno es consciente de por qué lo está haciendo, está muy bien porq

El Super

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Por ser el benjamín de la familia durante bastante tiempo me tocó acompañar a mi vieja al super. La tradición era ir en cuanto terminábamos de almozar porque siempre decía que había que hacer la compra con el estómago lleno, que así no se antojaba uno de nada y se ceñía a comprar estrictamente lo necesario. Así que me tocaba sacrificar la siesta y, entre bostezo y bostezo, recorrer todos los pasillos del supermercado detrás de mi vieja que se empoderaba como nadie con la lista de la compra, daba la impresión que si por ella fuera compraba todo el local. Examinaba los tomates como si fuesen a adornar la mesa de algún rey y más de una vez obligó al dependendiente a sacar la verdura que tenía en bodega y que estaba más fresquita.  Yo le reñía porque me parecía exagerado y aburridísimo dedicar tanto tiempo a la verdura y legumbres habiendo cosas más importantes que ver en un Super pero para ella comprar lo mejor para la familia era prioridad absoluta. Largo rato después volvía a detenerse

Remedio casero

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La salud de cualquier enfermo en la famila mejoraba radicalmente en cuanto mi abuela atrevesaba la puerta de la casa. No tenía coche, y a veces ni suficiente plata para coger taxi, pero ella se las ingeniaba para visitar al que estaba fastidiado por una gripe, mal del estómago o lo que fuera –“engatusaba” alguno de mis tíos para que la trajera o a un vecino que precisamente estaba sacando el carro mientras mi abuela se hacía la que esperaba el bus. En mi caso, aparte de no tener que ir a clases lo bueno de estar en cama la más que probable visita de abuela. El protocolo siempre era el mismo: llegaba, te ponía la mano en la frente y decía “Este muchacho está hirviendo en calentura, pobrecito” y se iba a rebuscar en el botiquín qué había y al rato volvía con una pastilla deshecha en un vaso agua –para que no me maltrara la garganta-, café recién hecho y un bollo de pan con mantequilla.  Se quedaba un rato en la habitación haciéndote mimos mientras conversaba con mi madre o simplemente vi

Un lujo de vida

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  A mi viejo todo le parecía maravilloso. Desde tomarse una cerveza hasta montarse en su carrito blanco para hacer unos recados era un prodigio. Con lo mínimo se ponía contento y con hechos pequeños, simples, se creaba grandes expectivas. Si compraba lotería te pasaba diciendo, “¿Se imagina si me pego el mayor? Le compro una apartamento en Madrid para que se deje de preocupaciones?”, si tenía de por medio una entrevista de trabajo, “¿Se imagina que le salga ese trabajo y lo nombren de Director?”,  “¿Se imagina que me suban el salario y pueda estrenar carrito en diciembre?” Perpetuamente esperando lo mejor, ese golpe de suerte que cambiaría, para bien, nuestras vidas y siempre agradecido, imposible quedarle mal, para desilucionar a mi viejo mucho tenías que trabajarlo. Papá, solo me alcanzó para estos jabones y ese jersey como regalo, “Qué esa maravilla de fragancia y qué bonito ese suéter, no tenía uno de ese color”, Viejo, estoy de bajón porque trabajando en una constructora grabando

Ximena

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La primera vez que la vi estaba atareada en el escenario de una Escuela en la que nuestro grupo de teatro iba a hacer una presentación. Le pregunté a una amiga quien era esa señora de pelo largo y me resumió en cuatro palabras: “La mamá de las chilenas”. Así fue conocí a Ximena, yendo y viendo en cada obra. Siempre dispuesta a echar una mano en lo que hiciera falta: si había que ponerse a repasar el texto con uno de los actores lo hacía, si tenía que ponerse a remendar algún traje lo hacía, si tenía que pintar un cartel lo hacía. Poco a poco doña Ximena fue convirtiéndose en pieza fundamental del grupo y en amiga personal de cada uno, estaba claro que ella no quería ser conocida tan solo como la madre de alguien, además con su estilo cercano era fácil que te arrancara alguna confesión o que ella te contara algún detalle de su vida porque necesitaba desahogarse y aunque tuvieras veinte años de diferencia de edad,  ella te consideraba tu amigo y la persona más sensata del mundo a la que