Remedio casero
En mi caso, aparte de no tener que ir a clases lo bueno de estar en cama la más que probable visita de abuela. El protocolo siempre era el mismo: llegaba, te ponía la mano en la frente y decía “Este muchacho está hirviendo en calentura, pobrecito” y se iba a rebuscar en el botiquín qué había y al rato volvía con una pastilla deshecha en un vaso agua –para que no me maltrara la garganta-, café recién hecho y un bollo de pan con mantequilla.
Se quedaba un rato en la habitación haciéndote mimos mientras conversaba con mi madre o simplemente viendo alguno de sus programas preferidos por la tele como “El Show de Cristina”. Después de un rato y sin pedir permiso, tomaba posesión de la cocina y la escuchabas trajinear, picando cebollas, lavando patatas, cocinando unas alitas de pollo porque estaba más que demostrado que el remedio infalible contra cualquier mal era una buena sopa, que siempre “anima y reconforta” como solía decir. Cuando la veías estaba sentada frente a tí con el plato de sopa y sin preguntar si uno podía coger la cuchara, ella empezaba a dártela. “¿Se siente mejor papito? ¡Va a ver cómo mañana amanece mejor!” y entre cucharada y cucharada uno francamente se sentía mejor con esa sobredosis de cariño abuelil.
Antes de despedirse, te pasaba por la espalda el ungüento que hubiese en la casa, se ocupaba de tensar bien las sábanas, de cobijarte y de estamparte el beso de las buenas noches. Entonces uno caía en un dulce, profundo y reparador sueño…al día siguiente no había rastro de la gripe, ni de ninguna enfermedad.
La abuela me había curado.
Comentarios