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Posdata

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Nunca se imaginaron esos pequeños mensajes cotidianos escritos a toda prisa detrás de una factura, en un post-it o en cualquier papel que tuviéramos a mano que algún día se convertirían en cartas de amor. En su momento poca importancia le dimos, hay que estar loco para dar pensar que una simple lista de la compra, un “No te olvides de llamar a tu familia” o “¿Y si cenamos afuera?” vaya tener alguna trascendencia, pero con el paso del tiempo esos papelitos sin importancia se transforman en testigos de una historia. De repente un día nos los encontramos en el cajón de la mesa de noche, los miramos con ternura, sonreímos o se nos escapa alguna lágrima furtiva sobre todo cuando algunos de ellos terminan con una pequeña postdata: “Te quiero”.

La última carta

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En esta era de Internet, en la que los correos vienen y van, no hay que guardar cartas sino atesorarlas, como testimonio de una lejana época en las que la inmediatez no existía y las cartas de puño y letra reflejaban lo mejor (o lo peor) de cada uno. En un cajón tengo guardadas las pocas que he conservado, es lo malo de la vida pseudonómada que te obliga a irte desprendiendo de muchas pequeñas cosas igual que los árboles en otoño, que sin querer van diciendo adiós a sus hojas. Acabo de leer la última que recibí, del año 2006. Me la escribió una hermana de mi abuela que a sus 90 años y casi ciega, decidió contarme lo feliz que estaba con su vida porque a sus años seguía siendo independiente, le habían “puesto” un apartamento muy bonito en el barrio de toda su vida y podía ir al correo y salir a hacer sus compras sin que nadie la llevara, que era lo más le gustaba. En la carta, además, me envía un recorte de la vez en que yo salí en el periódico por si no lo tenía y me pide una foto pa