El bus de la U

Por aquellos días, coger el bus de la Universidad era una de las alegrías del día sobre todo cuando uno pillaba el último.  Aparte de que Gerardo, el chofer, desde el primer día te trataba como si te conociera de toda la vida y a la segunda vez que te veía te pedía que le hicieras el favorcito de sentarte un ratico al volante y cobrar mientras él iba a tomarse un cafecito. Como generalmente conocía a la mayoría de pasajeros la sensación era que te ibas de paseo  con tus amigos de toda la vida; en esa época había decido seguir al pie de la letra el consejo de un libro de psicología práctica que más o menos decía que cuando uno se encontraba casualmente con alguien había que dedicarle al menos cinco minutos así que como si fuese un azafato iba pasando de asiento en asiento, hablando un ratico con la gente. 

La verdad que no daba abasto porque como estaba en grupos comunales, religiosos, artísticos y políticos del pueblo –era un bombeta en todo el sentido de la palabra (era la época en la que mis padres pusieron de moda la frase “esto es una casa, no un hotel”)-  los veinte minutos de trayecto no me rendían para cumplir mi cometido y siempre me quedaban saludos pendientes. Mi amiga Silvia -que hace unos años perdió la lucha contra el cáncer –solía sentarse al final y entre risas siempre me reclamaba por haberla dejado hasta lo último “Jue….Guillermo,  Tica Linda es poco, la próxima vez mejor se monta en la trompa y va saludando”. 

Tengo que reconocer que cuando terminé la Universidad sufrí una de las cosas que más echaba de menos era ese bendito bus, la vida de pronto se volvió seria y nunca fueron tan divertidos los regresos a casa.

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