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La madre suicida

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A los ocho años, Juanito, mi compañero de Escuela ya no daba más de sí, todos los lunes llegaba a la Escuela tristón, pensativo y ojeroso. Durante meses yo pensaba que mi amigo estaba aquejado de una terrible enfermedad y le tenía toda la consideración y estima que se le tiene a quienes van a dejar este mundo en breve hasta que un día me confesó que su madre padecía de depresiones y a menudo intentaba suicidarse.   Al parecer no escatimaba esfuerzos en todos sus intentos, y fin de semana de por medio se tomaba un cóctel de pastillas, intentaba ahorcarse, se cortaba las venas y hacía lo imposible por poner fin a su vida. A mi en lo personal, como amigo de Juanito, me importaba un comino que la señora cayera fulminada por un rayo pero me parecía injusto que el pobre chico viviera un eterna pesadilla, en una constante zozobra y más me enfadaba que los compañeros se burlaran de él porque lloraba por cualquier cosa, en el fondo yo sabía que mi amigo era más valiente que ninguno ...

Papalotes

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Conseguir una cuerda resistente, retazos de tela y portarme bien. Eran los tres requisitos que me pedía mi tío para llevarme a volar "papalotes". A mis cinco años me sentía el chico más afortunado del planeta porque si había algo que me gustaba era volar papalotes y estar con mi tío que no paraba de hacerme reír con sus ocurrencias, mejor que ir a Disneylandia. La ceremonia siempre era la misma: armar la cola con retazos, comprobar que la cuerda era lo suficientemente resistente y lo mejor de todo, comprar el papalote más vistoso de la tienda aún sabiendo que duraría poco porque bastaba una mala caída a tierra para romper el papel del que estaba hecho, duraban poco, apenas para verlos volar en el horizonte  y sentirse infinitamente feliz por un instante. Los papalotes eran efímeros pero la alegría que te daban duraba semanas, cada vez que recordabas el momento triunfal en el que veías ascender el papalote entre saltos de alegría y la eterna sonrisa de mi tío, tan fugaz como...

¡ Que viene la Reina !

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La verdad que nunca entendí por qué cada vez que venía alguna figura importante a mi país yo -y todos los alumnos de las Escuelas del centro de la ciudad- teníamos que apostarnos en las calles, esperar durante horas y por fin agitar banderitas al paso de la comitiva de visitantes. Los preparativos comenzaban meses antes, tras el anuncio oficial de la llegada de un ilustre personaje. En los días posteriores la rutina escolar se alteraba por completo: las maestras se pasaban el día aleccionándonos sobre país del visitante, aprendíamos canciones regionales por si el famoso de turno se bajaba del coche sorpresivamente para saludarnos -"Nunca se sabe, que esa gente es muy caprichosa", solía decir con desdén mi maestra- y todos los días tocaba simulacro: durante horas, y bajo un sol de justicia, ensayábamos en la calle para aprender a ondear rítmicamente las banderitas. Por fin llegaba el día esperado -casi siempre festivo, cómo se nota que en aquella época todos los mandatarios...