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Mostrando las entradas etiquetadas como Escuela

La foto

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Como siempre he bizqueado un poco con el ojo derecho quedar bien en cualquier foto que se me tome de frente es toda una odisea porque tiene que ser desde un ángulo exacto lo cual implica tomar decenas de fotos para terminar escogiendo la menos peor. Eso lo tengo claro desde mi tierna infancia y lo tuve muy presente el día en que el mejor y más célebre fotógrafo de Costa Rica nos tomó la foto de fin de curso de la primaria, pasamos toda la mañana posando una y otra vez, flanqueados por el director y una maestra a la que tenía atravesada porque me pasaba regañando el día entero. No sé cuantas veces el fotógrafo habrá pedido que "el de las gafas" mantuviera la compostura, que no hiciera muecas, que simplemente mirara fijamente la cámara pero me parece que fue inútil porque al final en la fotografía seleccionada salgo con la cabeza agachada, mirando al suelo. El enfado fue mayúsculo entre mis compañeros sobre todo entre los alumnos "alfa", los consentidos de la maestr

Un tipo serio

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Tres meses tardé en aprender la diferencia entre mote familiar (apodo, como dicen en mi pueblo) y nombre verdadero. A los siete años no lograba comprender cómo a uno le ponían un nombre para luego no usarlo jamás, y aún menos por qué tenía que mantener en secreto un mote que a mí me gustaba y del cual me sentía orgulloso. Encima, mi padre era el que había comenzado a llamarme así, con lo cual mi cabeza estaba “patas p'arriba”. Sin embargo, mis viejos estaban más que decididos a que la criatura iniciara su etapa escolar con toda la formalidad del caso, diciendo –y correctamente– sus dos nombres para dejar claro a todos los compañeritos de la escuela que yo era un tipo serio y de buena familia. Día y noche me hacían repetir mis nombres y ensayar la presentación que haría el primer día lectivo, y como por arte de magia nadie volvió a llamarme por mi apodo: el operativo había sido un éxito. Por fin llegó el primer día de clases, antes de presentarme respiré profundo, pensé en lo orgull

Trato hecho

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A los 8 años Douglas, mi mejor amigo en Escuela, tenía una letra impecable, a mil años luz de la mía, y yo tenía una madre “francamente guapa” como él lo subrayaba cada vez que me contaba que la suya se había ido a trabajar a Estados Unidos y que solo la veía una vez al año, “pero me trae muchos juguetes” aclaraba por si existiera alguna duda de que el sacrificio valiera la pena. Un día durante el recreo tras reflexionar seriamente sobre los poderes de los superhéroes y las desigualdades de la vida hicimos un trato: él me transcribiría todas las tareas de la Escuela, y yo a cambio le “prestaría” a mi madre para que en todas las actividades extraescolares en las que se necesitara una mamá — las maestras se pasaban el día entero pidiendo ver a nuestras progenitoras, “como si en el mundo no hubiesen también papás”, decía mi compañero con tristeza — ella lo representara. Aquello funcionó a la perfección: de la noche a la mañana mi letra mejoró “milagrosamente” y mi vieja cuando conoció a

Mi balón y yo

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Yo también tuve un balón (y de baloncesto). Para muchos no es ninguna hazaña, ni siquiera digno de mención porque a lo largo de su vida tienen bolas a montones de todos los colores y tamaños pero yo solo tuve uno (y de baloncesto). Nada raro para alguien que como yo de niño tenía fama de “intelectual” me regalaban libros, coches, aviones, legos, libros, patines pero a nunca nada relacionado con deportes y menos un balón (y de baloncesto). Llegó a mi vida de la forma más singular del mundo, gracias a un concurso escolar de trajes regionales que como primer premio daban el susodicho balón. Yo para ser sincero le llevaba más ganas al premio de consolación, una caja de galletas de chocolate, pero quiso la vida que a los once años me ganara el juguete más exótico que he tenido para disgusto de Perera, eternamente gilipollas, cuya madre se había currado el traje en forma impecable con la esperanza de que su retoño como de costumbre se luciera. Menos mal que la “seño” decidió echarlo a suer