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Mostrando entradas de 2022

Tranvía

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  El otro día iba en el tranvía al lado de la puerta trasera cuando de repente empecé a ver dos adolescentes  que colgados desde la pasarela de afuera no paraban de reírse mientras otro amigo adentro los jaleaba entre aplausos y risas, celebrando la hazaña de haberse colado sin pagar un centavo y sobre todo, de haber logrado subir una de las cuestas más empinadas de la ciudad. El señor amargado de 56 años que soy ahora estaba a punto de decirle al conductor que parara, que era un riesgo para la seguridad de los chicos y una falta de consideración para los que habíamos pagado el billete sin embargo, el alocado joven de veinte años que fui me paró en seco. Si a los quince años, viviendo en una ciudad con tranvía no se hace eso, ¿cuándo? A esa edad hay que desparramar y punto. Recordé cómo durante mi adolescencia más de una vez me tocó viajar en la puerta de un autobús atestado de gente mientras el chofer me decía, “Maecillo agárrase duro, no se me vaya a caer porque es una torta” y mí es

Y de repente la infancia

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  Dicen por ahí que conforme nos vamos haciendo mayores, la infancia –ese paraíso perdido, del que dejamos de acordarnos en nuestra juventud-  se nos torna cada vez más y más cercano, quizá como una forma de perpetuar la memoria de nuestros padres cuando no están o como nostalgia inevitable de saber que estamos más cerca de irnos de este mundo, y la niñez casi siempre representa un refugio seguro. El otro día, sin venir a cuento, de pronto empecé a recordar cómo con tres años me encantaba cuando Tere, la señora que ayudaba en casa, lavaba las ventanas. Yo me acercaba a la habitación de mis padres y desde dentro le suplicaba que apuntara la manguera a los cristales. Riéndose ella lo hacía y yo aplaudía,  me sentía inmensamente feliz al ver los mini “arco iris” que se formaban al paso de la luz. Recordar que fui ese niño al que algo tan sencillo volvía loco de contento me hace querer volver a recuperar la magia de las pequeñas  cosas, re-descubrir que son esos diminutos momentos cotidian

Los muchachos

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1958 fue un gran año para aquellos chicos. Con 17 años recién cumplidos terminaban la segundaria e iniciaban su vida en el mundo de adultos, los más pudientes se irían a estudiar a Estados Unidos, o México -que en ese entonces era lo más “Inn”- y regresarían cinco años después hechos unos profesionales, listos para brillar en los círculos más selectos de la sociedad josefina. Sin embargo, a la gran mayoría no le quedaba más remedio que hacer algunos cursos de contabilidad, taquigrafía y mecanografía en alguna de las escuelas de comercio que estaban tan de moda, y lanzarse de lleno a la vida laboral, entre ésos estaba mi viejo. En ese año esos muchachos prometieron ser amigos para siempre, mantener el contacto y, pasara lo que pasara, verse al menos una vez al año para celebrar que habían tenido la gran suerte de conocerse. Cumplieron su palabra, nunca se separaron y jamás dejaron de pasarla en grande cuando se veían como atestiguan las fotos de esos encuentros que registran cada uno

El último verano

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  Ese verano mi hermana anunció que había reservado una habitación de hotel y que nos iríamos a recorrer las playas del litoral Pacífico de Costa Rica. Mis viejos estaban pletóricos porque tenían mucho de no salir y porque yo los acompañaría, tenían dos años de no verme que en una época en la que las videollamadas eran ciencia ficción significaba toda una eternidad.  En aquel viaje mi madre pasó cantándome la canción “Corazón contento” mientras emocionada me tomaba de la mano porque decía que era un sueño volver a verme, hacía dos años me había ido a estudiar a España y ella desde el primer momento supo que no volvería nunca más, ese viaje sorpresivo le había cambiado la vida. Estaba tan encantada que a la primera parada se compró un sombrero rosa solo para celebrar. Por última vez volvimos a dormir los cinco en una habitación cómo cuando éramos niños, volvimos con las discusiones eternas de quien se dejaba la cama mejor situada o quien sería el primero en ducharse tras un día en la pl

Madre 8.0

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  Cuando salí del armario hace muchos años -la mejor decisión de mi vida- mi vieja se descargó la versión actualizada del Programa Madre 8.0 y se puso al día en todo lo relacionado con el mundo de la diversidad, se veía cuanto programa de televisión había sobre el tema, se leía artículos de periódicos y me comía la cabeza con mil preguntas - las  indiscretas eran su especialidad-  sobre todo lo habido por haber del mundo LGTB. Pasó de ser una contabilista jubilada a una militante que vivió indignada una campaña electoral porque estaban atacando a gente trans –“Si los pobres trabajan en la calle y nadie los defiende.Gentuza son los políticos ésos”-. Nunca me sentí más orgulloso de ella más agradecido con el Universo por haber salido del armario porque así pude confirmar el portento de madre, y de familia, que la vida me había dado. Por supuesto qué junto a esa militancia recién inaugurada -y aclarada esa parte de mi vida- mi vieja le declaró la guerra a mi soltería. Se pasaba el día p

Un tipo fantástico

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Hace unos años estaba enfrascado en una discusión con mi viejo sobre nuestro tema recurrente, es decir de por qué yo le ¨robaba” todos sus calcetines cuando de pronto se empezó a reír, diciéndome que se le había venido a la memoria la imagen mía de cuando yo tenía seis meses “awwwg te mordías los piecitos…eras lo más hermoso del mundo”. Por supuesto que aquello fue el fin de nuestra “discusión” y no me quedó más remedio que abrazarlo como tanto le gustaba. Con el tiempo he pensado que aquella frase a lo mejor resumía como me había visto mi viejo a lo largo del tiempo, como si yo fuera un prodigio de la naturaleza, todo lo que yo hacía estaba bien, le encantaba mi vida, mi trabajo, mis amigos tenía en mí una esperanza a prueba de balas, daba igual que no tuviera trabajo, que mi cuenta en el banco estuviera en números rojos…tratándose de mí todo estaba bien.  Mi vieja solía decir que ella me amaba pero lo que mi padre sentía por mí era difícil de superar, tanto que el día en que se fue a

Papá esta aquí

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Nadie me advirtió que tras la angioplastia iba a tener unos dolores terribles en las ingles, por dónde te habían introducido el catéter. Dolor seco, punzante, que como aguijón de escorpión clavado podría hacerte llorar del dolor horas de horas. Fue a los tres días de la intervención que comencé a sentir esa molestia tan terrible que te hacía olvidar de sopetón que habías tenido un infarto y que habías estado a punto de irte al otro barrio como bien certificaban cardiólogos y especialistas que te miraban sorprendidos de que aún estuvieras con vida, que tuvieras suficientes energías para quejarte de aquel dolor insoportable. Venía de repente, en mitad de la madrugada, cuando estabas profundamente dormido. Sentías ese pinchazo imposible de calmar con cualquier analgésico pero no con la presencia de mi viejo que durante todo ese período se mantuvo vigilante cada noche. A la primera queja, fuera la hora que fuera, corría raudo a mi habitación, a preguntarme cómo estaba, a ver si podía hacer

Divinaaaa

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Nadie, absolutamente nadie ha tenido más glamur en la familia que la Tía Ely. No tenía dónde caerse muerta, eternamente con la cartera vacía y siempre esperando a su príncipe azul…toda la suerte que le faltó en el amor la tuvo en estilo y elegancia.  Con su melena larga impecable, sus mechas californianas, sus gafas de sol a lo Jackie O, su porte y hablado “insoportable” de señora de la “high class” daba la impresión de ser una naúfraga de otros tiempos mejores en los que los chicos de sociedad se peleaban por una chica como ella. Uno pasa revista por las fotos de la familia y siempre está ella haciendo desde niña alguna pose exagerada, como si tratara de decirle al mundo que no era como las demás, que era especial y que merecía un porvenir en el que el eco de los descorches de botellas de champán fueran la banda sonora. “¡Qué divinooooo! ¡Me muerooooo!” decía con frecuencia mientras uno repasaba con ella algunos de los modelos que lucían las finolis del Hola. Como era buena costurera

El último regalo

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  ¿Quién es un hombre adulto? Aquel que ha perdido a sus padres. La frase la leí hace algunos años y aunque puede prestarse a muchos análisis esconde una gran verdad porque los padres son el último nexo que tenemos con la infancia. Los hermanos y otros familiares también pueden serlo pero ellos no han dedicado tiempo en verte crecer, en guardar cada pequeño detalle de tus primeros años de vida. Los padres son nuestro archivo personal, registran anécdotas tuyas y a menudo te sorprenden con algún comentario sobre algo que hiciste con cinco años. Por eso dicen que uno de los duelos que se hace con la pérdida de los padres es el de la infancia. Se fueron ellos, oficialmente se terminó tu infancia.   Mi viejo pocos meses antes de morir, cuando eran más frecuentes sus “despistes” apareció un día con un avión de juguete para mí. ¿Qué necesidad tendría él de gastarse parte de su pensión en comprarme un regalo? En su momento me dio risa y luego mucha ternura cuando descubrí que no era un regalo

De alguna forma

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Daba igual no llegar a fin de mes o estar en una situación límite en la que uno sentía que ya no podía más, mi vieja escuchaba impávida el “drama”, lo meditaba y te decía que no importaba porque de alguna forma siempre se salía adelante. Más que una frase hecha, creo que para ella era su filosofía de vida y su forma de echar para adelante en los días más difíciles. A menudo se la escuché diciéndoselo a mi viejo cuando había que enfrentar un gasto extra que significaba una mini hecatombe en las frágiles finanzas familiares, y a nosotros sus hijos cuando nos agobiábamos por el trabajo o por cualquier situación familiar, para ella la vida siempre se salía con la suya y uno sin darse cuenta seguía como si nada.  De alguna forma se las arregla uno para seguir viviendo tras la derrota, tras una crisis económica, tras el desamor…hay que apostar por la vida. Decía ella que había pasado por muchas cosas en su vida, por momentos en los que quería tirar la toalla porque nada parecía tener solució

Castigado

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  Conocí a Mariana cuando ella tenía unos seis años.  Estábamos haciendo visita en casa de un amigo y en un momento determinado pusieron una canción de Robbie Williams y nos pusimos a bailar en el patio. Ella me miró de arriba a abajo con sus ojillos inquisidores y me puso la cruz, seguramente pensó que era lamentable que un adulto de pronto se estuviera comportando como un adolescente, improvisando pasos de baile y haciéndole bromas. Desde ese día no hubo forma de reivindicarme. Mariana era la hija menor de un amigo mío y padecía autismo, siempre tuvo una salud frágil pero ganas de sobra de ponerme en mi sitio. Daba igual que fuese buena gente con ella, que le halagara su melena negra y que fuera formalito, si alguien le preguntaba cómo me estaba portando su respuesta siempre era la misma: “Mal. Está castigado”. Por supuesto que en mi presencia nunca me decía nada, dejaba dócilmente que yo la ayudara a terminar de colorear sus dibujos y que la guiara cuando pegaba calcomanías en un li