Malacrianza

Aquello de “una limosnita por el amor del Señor” dicho con humildad  no iba para nada con Malacrianza, más que pedir él llegaba a casa de mis padres a cobrar. Le abrías la puerta, te miraba de arriba abajo y altanero levantaba la cabeza hacia arriba en plan “¿Bueno me van a atender sí o no?” Yo, dependiendo del humor con que anduviera,  me quedaba esperando en silencio hasta que hablara y preguntara por mi viejo, que era su contacto y con el que tenía una pésima relación que a él siempre le convenía. Los  días que pasaba por la casa, es decir 365 al año, mi padre le echaba el mismo discurso: “¿Diay? Sigue pidiendo, no sea vago, trabaje, que usted es un hombre joven…vaya a las construcciones, haga jardines, lo que sea pero deje de pedir…¿No le da vergüenza?”.A final mi padre suspiraba resignado, sacaba la billetera y le daba dinero. ¡Más de veinte años con el mismo sainete! Si quería molestarlo un poco no lo atendía y me mandaba a mí a la puerta con unas cuantas monedas. Yo se las daba y Malacrianza –el mote que le puso mi padre y le venía al pelo-  hiperventilaba furioso “¿QUÉ?, esto es una miseria. ¡No vuelvo a pasar!”. Dentro de la casa mi padre no paraba de reír mientras mi vieja acongojada lo regañaba porque en el fondo le daba pena el pobre hombre. El otro día me contó una hermana que Malacrianza había fallecido hace algunos años. De pronto me imaginé a mi viejo en el paraíso encontrándoselo regañándolo todo enfadado, “¿Diay? Usted ni muerto deja de fregar, yo que estaba tan tranquilo aquí.” 

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