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Mostrando las entradas etiquetadas como Infancia

La última vez

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Hubo una vez que fue la última vez que jugamos con nuestros amigos de infancia. Como de costumbre fueron a buscarnos a casa y salimos más que felices a recorrer el barrio buscando mil aventuras o a sentarnos tranquilamente en el parque para hablar de nuestros temas, para discutir si Superman era más fuerte que el Increíble Hulk. Como todos los días la madre de uno de nuestros amigos nos llamó a merendar y aquellas galletas y refresco nos supieron a gloria, nos sentimos afortunados por tener los mejores amigos del mundo. Como siempre nos dijimos con desgano un "Hasta Mañana" mientras nuestros hermanos desde la puerta nos avisaban que la cena estaba servida y que había que apurarse para acostarse. Esa noche nos dormimos deseando que llegara el verano pronto el verano para pasarnos el día en la calle, para jugar sin parar hasta cansarnos, para no bajarnos de la bicicleta tan solo para comer pero ese verano nunca llegó: los padres de alguien se divorciaron y tuvieron que dejar

Huellas

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Esa amiga de infancia con la jugábamos tardes enteras, ese compañero de Instituto que "daba" la vida por nosotros, esa colega de trabajo que tanto nos hacía reír y que nos sacó de un apuro más de una vez, ese amigo del que fuimos inseparables en nuestra adolescencia y con el que escuchábamos rock, esa amiga que fue confidente a la que le contábamos todo, ese grupo de amigos con los que nos íbamos de juerga como si no existiera mañana y con los que nos encantaba estar, ese primer amor...a medida que nos vamos haciendo mayores uno se da cuenta de la gran cantidad de gente maravillosa que hemos dejado por el camino, no por nada especial, sino porque las mismas circunstancias de la vida nos fueron separando sin nosotros darnos cuenta, un día dejamos de verlos y se perdieron en la vorágine del tiempo siempre tan implacable. Ya nos los vemos más pero llevamos impregnados todo esos recuerdos, los abrazos, los brindis y esa infinita ternura con la que nos abrieron su alma.

El árbol

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Era un pino y estaba frente a la casa de mi vecina. Quizá medía unos ocho metros pero para mi era enorme y el mejor sitio para arreglar el mundo junto a mi amiga. A los 9 años uno tiene mucho que conversar ,y sobre todo qué pensar, y los adultos suelen ser de poca o nula utilidad porque son incapaces de ver las cosas tal como son y comprender qué es lo más importante del vida. Sentados en las ramas más altas pasábamos horas hablando de lo que queríamos ser cuando fuéramos grande o de lo bueno que sería ir un día irnos a vivir Disneylandia. El árbol era nuestro y eso lo sabían perfectamente los otros niños que no se atrevían a subir salvo invitación nuestra pero lo hacíamos de mala gana, para evitar que en casa nos regañaran. Cualquiera que quisiera hablar con nosotros siempre sabía que estábamos ahí, sentados en el árbol, charlando y oteando el horizonte porque desde esa altura dominábamos todo el panorama y sabíamos perfectamente quien estaba estrenando patines y no nos lo habí

Viajeros

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Entonces era una aventura ir al aeropuerto. Se iba no solo a ver los aviones sino a los viajeros, sobre todo a los que llegaban y que por un instante se transformaban en una especie de héroes venidos de otros mundos que volvían a la patria cansados pero con mil aventuras que contar. En ese entonces solo había tres clases de viajeros: los que venían de Estados Unidos, los de México y los del resto del mundo que a nadie interesaban: Europa quedaba demasiado lejos, América del Sur no estaba de moda y nadie con dos dedos de frente se iba hasta China de vacaciones. A simple vista era muy fácil reconocer a los viajeros, los de Estados Unidos llegaban con veinte maletas, con osos de peluches de un metro e impolutos, estrenando zapatillas de marca blanquísimas, con aires de "ni te atrevas a mirarme que me he subido en un avión" y casi siempre mezclando castellano con alguna palabra en inglés para que se notaran que habían estado en la Yunai . Los de México por su parte llegaban con

Promesas

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Dicen que de todas las promesas que hacemos las más importantes son las que nos hacemos a nosotros mismos y sobre todo, las que nos hacemos cuando somos niños. La infancia es lugar mágico en el que pese a nuestra corta experiencia percibimos la vida en su estado puro y sabemos distinguir con pasmosa claridad lo que es importante en la vida y lo que es absolutamente innecesario. Es a ese ser, de seis o diez años a quien le tenemos que rendir cuentas, explicar por qué nos convertimos en una persona absolutamente distinta de la que queríamos y por qué no nos cumplimos esas promesas que hicimos frente al espejo o mientras jugábamos con nuestros amigos en las largas tardes de verano. En mi caso lo tenía claro: me prometí nunca ser un adulto amargado, reírme mucho y por todo, como me gustaba, querer "hasta el cielo" a mi familia, tener montones de amigos con los que jugar todo el tiempo, cantar y bailar sin parar. Mucho me ha costado mantener esas promesas pero lo estoy intentand

Me contó un pajarito

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Lo confieso. De niño llegué a tenerle verdadera manía a los pajaritos. Lo sé todo el mundo debe amar a las aves "que con sus nobles trinos alegran nuestro vivir" - como rezaba un poema que nos obligaban a repetir una y otra vez en la Escuela - pero a mi esos angelicales bichos no me inspiraban las más mínima confianza porque cada vez que hacía alguna fechoría como tirar piedras al vecino que me caía mal o esconderle las cosas a mis hermanas, siempre había algún "pajarito" que se lo contaba a mis padres, a la maestra o alguna amiga de mi madre. Así que el prólogo de todos mis castigos se iniciaban con "Me contó un pajarito que no paras de hablar en clase", "Me contó un pajarito que hiciste un berrinche en casa de la abuela", "Me contó un pajarito que no compartes la merienda con tus compañeritos". Pasé toda mi infancia tratando de averiguar como se las arreglaba ese "dichoso" pajarraco para ser tan inoportuno y estar ahí justo

La niña fantasma

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A los 7 años no podía entender cómo cuando todos los críos del barrio pasábamos las tardes enteras jugando en la calle, Elena siempre estaba encerrada en la cochera de su casa. Daba igual el tiempo que hiciera, si pasaba uno por su casa, uno siempre se la encontraba sola, sentada tras la verja con ese aire de tristeza que tienen las flores de otro mundo, como si esperase pacientemente a que alguien le abrirse el portón para echar a volar. “Tonto, no está castigada, es que es como Helen Keller, es ciega y sorda, por eso sus padres no la dejan salir, por miedo a que le pase algo”, explicó mi hermana mayor, que a los doce años era la sabihonda oficial de la familia y, como tal, se puso a recitar a la hora de la cena la biografía de la escritora sin perder detalle, mientras yo la seguía boquiabierto, tratando de imaginar cómo serían las cosas sin oír ni ver nada y si me las apañaría tan bien como Helen Keller. Ya había comprendido por qué Elena estaba tan triste. Desde ese día cada vez

Un tipo serio

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Tres meses tardé en aprender la diferencia entre mote familiar (apodo, como dicen en mi pueblo) y nombre verdadero. A los siete años no lograba comprender cómo a uno le ponían un nombre para luego no usarlo jamás, y aún menos por qué tenía que mantener en secreto un mote que a mí me gustaba y del cual me sentía orgulloso. Encima, mi padre era el que había comenzado a llamarme así, con lo cual mi cabeza estaba “patas p'arriba”. Sin embargo, mis viejos estaban más que decididos a que la criatura iniciara su etapa escolar con toda la formalidad del caso, diciendo –y correctamente– sus dos nombres para dejar claro a todos los compañeritos de la escuela que yo era un tipo serio y de buena familia. Día y noche me hacían repetir mis nombres y ensayar la presentación que haría el primer día lectivo, y como por arte de magia nadie volvió a llamarme por mi apodo: el operativo había sido un éxito. Por fin llegó el primer día de clases, antes de presentarme respiré profundo, pensé en lo orgull

Mi balón y yo

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Yo también tuve un balón (y de baloncesto). Para muchos no es ninguna hazaña, ni siquiera digno de mención porque a lo largo de su vida tienen bolas a montones de todos los colores y tamaños pero yo solo tuve uno (y de baloncesto). Nada raro para alguien que como yo de niño tenía fama de “intelectual” me regalaban libros, coches, aviones, legos, libros, patines pero a nunca nada relacionado con deportes y menos un balón (y de baloncesto). Llegó a mi vida de la forma más singular del mundo, gracias a un concurso escolar de trajes regionales que como primer premio daban el susodicho balón. Yo para ser sincero le llevaba más ganas al premio de consolación, una caja de galletas de chocolate, pero quiso la vida que a los once años me ganara el juguete más exótico que he tenido para disgusto de Perera, eternamente gilipollas, cuya madre se había currado el traje en forma impecable con la esperanza de que su retoño como de costumbre se luciera. Menos mal que la “seño” decidió echarlo a suer

Abuela y cómplice

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No era estrella del deporte ni cantante de rock, no hacía grandes proezas de las que salen por la tele, pero sí milagros cotidianos, ésos que nunca aparecen en las noticias pero cambian la vida de la gente: mi heroína de infancia fue mi abuela. Tendría un montón de años, pero cuando estaba a su lado me sentía invencible, nada ni nadie podía dañarme si estaba su cálido regazo esperándome al volver de la calle. Como el resto de los adultos andaban muy liados, siempre acudía a ella para las preguntas realmente importantes, como por qué brilla el sol o por qué nacemos y morimos. Si tenía que dormir en su casa, me ponía loco de alegría, porque eso significaba que podríamos charlar hasta altas horas de la noche y que, probablemente, mientras me dormía me contaría alguna de sus historias de cuando el mundo "olía a nuevo", del abuelo que tuvo la osadía de morirse antes de conocer a la mayoría de sus nietos, o de su niñez cuando podía correr por el campo y subirse a los árboles. Solí

Adiós a los niños

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Atrás quedaron los libros de cuentos, la bicicleta herrumbrada, las zapatillas gastadas de tanto correr por el pueblo y aquellas tardes en las que junto a “cuadrilla” hacíamos expediciones por los planetas de un espacio sideral lleno de peligros. Vencer monstruos horripilantes, piratas despiadados y lluvias de meteoritos era parte de la rutina de los “super amigos” que estaban dispuestos a luchar, siempre y cuando no fuera la hora de la merienda y nuestra madre nos llamara desde la puerta de la “nave espacial” (que para cualquier adulto no era más que una simple casa ubicada en una barriada). Atrás quedó la emoción por la Nochebuena, por la fiesta de fin de curso (que digan lo que digan era lo mejor de la escuela), y por la niña más guapa del barrio, única fuerza misteriosa, después de la comida, capaz de adaptarnos de nuestros deberes de superhéroes. ¿Qué pasó con todo ese mundo pleno de significado? ¿Dónde se fueron nuestros juguetes favoritos? ¿Dónde las plastidecor y los libros