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Mi ojo derecho

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A sus 43 años mi ojo derecho no se ha entrado que es un ojo. Él se siente oreja, codo, rodilla cualquier cosa menos ojo. De niño tenía la intriga más grande por saber que se sentía mirar con los dos ojos y pasaba horas tratando de imaginarme cuán grande sería el mundo visto de izquierda a derecha pero al mismo tiempo, y no por partes como solía (y suelo) hacer. De adulto esa intriga se ha convertido en una especie de alivio, supongo que al ver con los dos ojos me daría cuenta de lo mal que están las cosas y me volvería un amargado de cuidado. Así que mejor la vida con un solo ojo, además resulta práctico: en fiestas, cenas y actividades en las que hay gente que no me apetece ver, simplemente trato que siempre estén a mi derecha para no verlos en toda la noche, digamos que es mi manera de dar la espalda con elegancia. Ellos cándidos en la inopia total y yo más contento que ninguno. Otra de las ventajas, y más ahora que está de moda, es que uno se evita las películas en 3D. A la vista es...

¿Sobran las palabras?

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Casi siempre. Algo imposible de comprender en las culturas latinas, donde hablar, cuanto más alto mejor, es parte fundamental de la vida social. No se entiende una reunión de más de dos personas sin que haya una buena cháchara de por medio, y quien es muy callado es mal visto, etiquetado como una ‘persona sosa’. En otras culturas la cosa cambia, y se considera que el grado de confianza supremo entre dos personas es la capacidad de permanecer en silencio sin sentirse incómodo: una persona callada es bien considerada e incluso vista como sabia. Es decir, que en esa mundo yo sería un genio porque aquí, tengo la impresión que me consideran un muermo, porque hablo más bien poco sobre todo cuando estoy en grupos grandes y la gente cuenta historias apasionantes tanto que temo interrumpir con mis historias cotidianas y prefiero escuchar. No siempre fue así, en mis tiempos fui un dicharachero, pero fue pisar suelo español y quedarme sin palabras. Quizá fue la impresión de emigrar, la edad o la...