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Mostrando entradas de marzo, 2018

Papalotes

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Conseguir una cuerda resistente, retazos de tela y portarme bien. Eran los tres requisitos que me pedía mi tío para llevarme a volar "papalotes". A mis cinco años me sentía el chico más afortunado del planeta porque si había algo que me gustaba era volar papalotes y estar con mi tío que no paraba de hacerme reír con sus ocurrencias, mejor que ir a Disneylandia. La ceremonia siempre era la misma: armar la cola con retazos, comprobar que la cuerda era lo suficientemente resistente y lo mejor de todo, comprar el papalote más vistoso de la tienda aún sabiendo que duraría poco porque bastaba una mala caída a tierra para romper el papel del que estaba hecho, duraban poco, apenas para verlos volar en el horizonte  y sentirse infinitamente feliz por un instante. Los papalotes eran efímeros pero la alegría que te daban duraba semanas, cada vez que recordabas el momento triunfal en el que veías ascender el papalote entre saltos de alegría y la eterna sonrisa de mi tío, tan fugaz como

El Pintalabios

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Cuenta mi madre que el día que se murió su cuñada, lo único que pensaba era que la pobre estaba ahí en la funeraria sin maquillar y eso la tenía más triste aún sobre todo porque durante toda su vida mi Tía había sido una coqueta de primera línea, su melena siempre impecable, vestida de domingo, perfumada y lista como si fuera a una recepción de esas que salían en las revistas del corazón -y a las que siempre soñó ir- para ir al supermercado a comprar el pan de la mañana. Educada para triunfar en sociedad, para ser la esposa perfecta y brillar en sociedad había cometido el "error" de ser madre soltera, imperdonable para una señorita de buena familia. Mi madre se recriminaba haberse olvidado "precisamente ese día" de su carterita de maquillaje, por la mañana unas primas lejanas habían le habían llevado unas pinturas viejas que acabó tirando por la basura, imposible maquillar a Eli con pinturas desgastadas, rescatadas de la basura...los muertos tienen su dignida

Culpable

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Cuenta mi amiga que durante años se sintió culpable. Su padrastro le decía que era una malagradecida por no valorar cuanto la quería y todos esos "cariñitos" que le hacía cuando estaban a solas, en lugar de renegar debería sentirse la niña más feliz del mundo, "va a ver como un día de estos Tatica la va a castigar". Así que pasaba días enteros esperando que le cayera un rayo o le pasara algo muy malo porque seguramente a todas las niñas del vecindario le pasaba lo mismo y ninguna andaba quejándose o con carita triste como ella se veía cada vez que se cepillaba los dientes. Lo que más le confundía era que su madre siempre la sermoneaba por desobediente al tiempo que en voz baja le suplicaba que "por favor" no contara lo que pasaba en la casa. No entendía nada de nada: si no era algo malo y era normal ¿por qué no podía contárselo a nadie?  El día que lo entendió todo, dejó de sentirse culpable y se fue de casa para jamás regresar.

Hombrecitos

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No decía malas palabras, no me gustaba el fútbol, era un poco más "refinado" que el resto de mis compañeros y para colmo, el día que me enseñaron unas fotos de porno casero dije que no me gustaba. Cuatro elementos que sirvieron para ponerme la etiqueta de "rarito" en el Liceo de Costa Rica y que me convirtieron en el blanco eterno de bromas y comentarios. No había día que no regresara a casa sin que alguien me insultara sin venir a cuento. No ayudaba mucho que el colegio estuviera lleno de adolescentes obsesionados absurdamente en demostrar su masculinidad y de profesores que en cada discurso prometían que nos iban a hacer bien "hombrecitos", lo decían saboreando cada letra, y hasta con morbo, lo que resumidamente significaba que quedaban prohibidas cualquier muestra de debilidad, que no habían que apechugar con todo sin quejarse y comportarse en todo momento como un camionero. El colmo, la profesora de matemáticas, amiga de la familia, llamando a