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Alivio

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 Harto estaba que medio mundo me dijera que me había vuelto obsesivo, paranoico e hipocondriaco porque  tras la angioplastia no paraba de sentirme mal con molestias constantes que me impedían llevar una vida normal. Por fin tras un grave incidente que tuve en la calle y tras revisarme, el cardiólogo accedió a darme la orden de internamiento pero recomendando una revisión en psiquiatría (me imagino que para descartar que mis molestias eran producto de mi imaginación aunque las pruebas dejaban entrever un funcionamiento anormal del corazón). Ya ingresado, una psiquiatra muy seria me atendió y me prescribió una ristra de medicamentos y me marcó día para la próxima cita con lo cual mi conclusión era que sí, que estaba perdiendo los papeles y que mis próximas vacaciones serían en cualquier asilo. Llegó el día de la segunda intervención, el intervencionista de turno –que me había hecho la primera operación- malhumorado porque era un sábado 20 de diciembre por la tarde, y a esa hora debería e

Realismo político

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Por aquel tiempo la autonomía universitaria se defendía a capa y espada  y esa era el lema cuando unos compañeros de Ciencias Políticas me pusieron como flamante candidato a la presidencia de la asociación de estudiantes. Todo iba viento en popa hasta que el otro partido empezó a hacer una campaña con grandes despliegues: mientras nosotros hacíamos todo a mano, escribiendo pancartas con rotuladores, haciendo guirnaldas de papel caseras –una tarde entera tuve a mi vieja recortando y pegando insignias- el otro grupo mandaba a imprimir todo  con una calidad de papel de primera clase, haciendo un despliegue de medios nunca visto.  A mi no me importaba, la verdad no quería ganar las elecciones porque estudiando dos carreras y trabajando no tenía tiempo de nada pero mi jefe de campaña estaba alarmado, “mae, hay que conseguir plata de dónde sea, no podemos ser los limpios de la facultad, estamos dándo lástima”. Un día al final de clase me convocó a una reunión por la zona más oscura de la Uni

Mundo cruel

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  Aquel día Abarca estaba triste. Íbamos camino a una excursión escolar pero no paraba de lamentarse que “Mami” -como él le decía a mi madre- no hubiese podido venir. Mi compañero de escuela tiempo atrás la había “adoptado” con mi permiso, como no tenía Mamá –en realidad tenía pero se había ido a vivir a Estados Unidos desde que me amigo tenía ocho años, y eso le hacía sufrir mucho- un día me preguntó sino me importaba “compartir” a mi vieja con él, y a mí me pareció lo más normal del mundo -obvio tenía a la mejor mamá del universo-, además me hacía sentir orgulloso de tener una madre tan buena onda que todos mis amigos y los de mis hermanas adoraban. En la excursión del año anterior mi madre había venido con nosotros y Abarca había estado loco de contento, en el autobús se había sentado al lado de ella y no paraba de decirme lo linda que era y lo dichoso que era yo por tenerla. Aquel viaje había resultado inolvidable porque habíamos hecho pic nic con mi vieja en pleno campo, y nos hab

Fiesta de la Alegría

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Las emociones se desataban a partir del momento que la maestra anunciaba el día de la Fiesta de Alegría, un evento con un nombre más que redudante -a no ser que en el mundo existiera algo como la “Fiesta de la Tristeza”- que anunciaba el fin del curso lectivo y el inicio de las vacaciones de verano.  Ese día, generalmente en la última semana de noviembre, era el más esperado del año. No es que uno odiara la escuela pero la sola idea de estar durante todo el estío sin abrir la horripilancia de libro “Hagamos matemáticas en Costa Rica”  al menos a mí me llenaba de un júbilo indescriptible. Las tardes se volvían más soleadas y la alegría parecía envolverlo todo, del rostro de la maestra desaparecía el gesto adusto, nos regañaba menos y hasta Perera, que era el compañero más insoportable de la Escuela, se volvía simpático.  Por fin llegaba el día soñado en que aparte de no recibir clases, podíamos asistir con ropa de calle. A nuestra llegada nos espera primorosamente colocado un platito co

Desganada

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Aquel 31 de diciembre, desde buena mañana doña Lines nos había ido advirtiendo a sus hijos y a mí de que no esperáramos mucho de la cena de fin de año, que no se encontraba “muy allá, un poco desganada…es el frío que me pone así”, pero que “algo” haría. Y dicho esto, tras haber terminado de comer algunas de las delicias que preparaba –no he conocido a nadie que cocine mejor–, mientras nosotros nos echábamos la siesta vespertina después de habernos pegado el atracón, a las cuatro de la tarde volvió a los fogones para preparar “lo que fuera, cualquier cosa”, para la cena de la noche.  Nosotros fuimos al pueblo y volvimos horas después y nos encontramos a doña Lines atareada en la cocina: para estar “desganada” tenía más energía que un equipo de fútbol, se movía entre verduras y cacharros como si le fuera la vida en ello, como si de su cuchara dependiera la salvación de la humanidad. A las nueve en punto, cinco horas después de haber empezado a cocinar, nos avisó de que podíamos poner la

Cenicientas

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A partir de los cincuenta años todos deberíamos tener presente que todos somos Cenicienta a las 11:45pm y que la fiesta terminará a las doce en punto. Estamos en los últimos quince minutos del baile y nos toca decidir qué hacemos: si bailamos sin parar el rato que nos queda, si bebemos a borbotones el champán y besamos a quien queramos o si nos quedamos en un rincón quejándonos de lo mal que la orquesta toca, de lo insípida que estaba la comida y del mal rollo que tienen algunos en el salón.  Tik tak tik tak…el reloj suena y nos avisa que dentro de nada las luces se van a apagar y reinará el silencio eterno. A los veinte estamos recién llegados al baile, tenemos tiempo de sobra para quejarnos, para no saborear la comida, para no dejarse llevar por la música porque apenas son las cinco de la tarde, el salón está casi vacío y podemos darnos el lujo de esperar. Tenemos tiempo de sobra para no hacer caso de las miradas furtivas, para negar el beso, para no probar los manjares que nos ofrec

Fotografías

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Durante todos los años que fuimos abuelo y nieto, nuestro nexo de unión siempre fueron las fotografías. Tras fundirse conmigo en un abrazo y decirme lo contento que estaba con mi visita –se emocionaba mucho cuando me veía- mi abuelo Mario me mandaba a sacar del armario una caja en la que guardaba decenas de fotografías de momentos familiares cuidadosamente fechadas en la parte de atrás. “Mirá ahí está su papá, cuando cumplió 12 años le regalamos una cámara y lo llevamos a estrenarla al volcán, estaba feliz de la vida…a que no sabe quien es ésta señora? Su bisabuela Carlota, ahí estamos vistandola con Luis de meses...mirá esta foto, fue la vez que me disfracé de duende y su abuela de hada…que tiempos aquellos!!!”Con cada fotografía mi abuelo sonría con nostalgia, se quedaba pensativo como tratando de evocar en su memoria cada pequeño detalle para contármelo todo de ese viaje, ese cumpleaños, ese día cotidiano en el que había pillado a mis tíos jugando con su perro. Pocas veces nos senta