Lugares felices

Solíamos pararnos a mitad de camino a casa justo en esa frutería. Durante los meses que duró mi rehabilitación cardíaca siempre repetíamos el mismo ritual: mi viejo aparcaba el coche para comprar algo de fruta para “aguantar” hasta el almuerzo. Era tan solo una ventana pero estaba cargada de mangos maduros rojiamarillos , doradas piñas, jugosas sandías, naranjas que parecían sacadas de un libro de cuento y toda la fruta tropical que uno soñara. A pesar de lo surtido siempre comprábamos lo mismo: mi padre un trozo de piña y yo otro de sandía. Era uno de “nuestros” momentos del día, sentados en el coche, en pleno meses de verano, mientras saboréamos la fruta,  aprovechábamos para conversar un ratico, siempre acabábamos charlando sobre el mismo tema: lo maravilloso que sería vivir en la hilera de casas que estaban en frente de la frutería, casas sencillas pero abrigadas por árboles con un coqueto parquecito en medio:

“Yo me saco la lotería y lo primero que hago es comprarme una casita ahí. Se imagina que bonito? Tu monchita (mi madre) y yo sentados en un banco de ese parque, tardeando, viendo pasar gente”.

Siempre le daba la razón y me imaginaba a mis padres paseando de la mano por esa vereda llena de árboles y flores, haciendo recuento de sus días.

La lotería nunca llegó y mi rehabilitación pasó antes de lo pensado pero la frutería y esas casitas de ensueño siguen ahí, dormidas a la orilla de la carretera como mudos testigos de un tiempo cercano que parece hoy muy lejano en el que, por unos meses, fue uno de los lugares felices un padre y de su hijo. 


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