Mundo cruel

 

Aquel día Abarca estaba triste. Íbamos camino a una excursión escolar pero no paraba de lamentarse que “Mami” -como él le decía a mi madre- no hubiese podido venir. Mi compañero de escuela tiempo atrás la había “adoptado” con mi permiso, como no tenía Mamá –en realidad tenía pero se había ido a vivir a Estados Unidos desde que me amigo tenía ocho años, y eso le hacía sufrir mucho- un día me preguntó sino me importaba “compartir” a mi vieja con él, y a mí me pareció lo más normal del mundo -obvio tenía a la mejor mamá del universo-, además me hacía sentir orgulloso de tener una madre tan buena onda que todos mis amigos y los de mis hermanas adoraban.

En la excursión del año anterior mi madre había venido con nosotros y Abarca había estado loco de contento, en el autobús se había sentado al lado de ella y no paraba de decirme lo linda que era y lo dichoso que era yo por tenerla. Aquel viaje había resultado inolvidable porque habíamos hecho pic nic con mi vieja en pleno campo, y nos habíamos divertido correteando y comiendo como nunca por los alrededores, de vuelta me había mandado al asiento trasero mientras él todo campante se sentaba al lado de mi madre.

Ahora las cosas habían cambiado radicalmente. Mi familia estaba viviendo una crisis, nos habíamos mudado a un barrio lejos de todos mis amigos de infancia y mi vieja había tenía que comenzar a trabajar de urgencia tras perder mi padre su trabajo por lo que mis ánimos no andaban muy allá además, para más inri, como en casa todo el mundo andaba ocupado en sus asuntos me había tocado hacerme mis propios sandwiches que distaban a un millón de años de los que mi madre había llevado el año anterior.

Nada más bajar del autobús mis compañeros se pusieron a jugar futbol mientras las madres montaban el “Campamento Base” en uno de los ranchos. Como ni yo ni Abarca éramos futboleros nos fuimos a caminar por el parque mientras, como de costumbre arreglábamos el mundo con tan mala suerte que a mitad del camino comenzó a llover torrencialmente por lo que nos nos quedó más remedio que volver corriendo a dónde estaba todo el grupo.

Al llegar, empapados hasta las orejas,  nos encontramos a la maestra, la niña Miriam y a todo el séquito de padres y niños cómodamente sentados a la orilla de la parrilla, calientitos, comiéndose sus respectivos gallos de carne asada y de picadillo de papa acompañados de un humeante café. Al parecer ni la maestra, ni los padres ni ninguno de nuestros compañeros se había percatado de nuestra ausencia y ni siquiera se habían enterado que los dos estábamos allí parados bajo la lluvia contemplado la entrañable escena. 

A como pudimos corrimos  a aguarecernos debajo del alerón de los baños. Sentados en el suelo, comiéndonos lo sandwiches mojados Abarca no paraba de lamentarse: “Si Mami hubiera estado aquí otro gallo nos hubiera cantado, ahí estaríamos sentaditos, calienticos, comiendo rico…qué tristeza”. Yo solo asentí con un movimiento de cabeza mientras se me escapaba alguna lágrima: por primera vez descubría que la vida podía ser muy cruel. 


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