Fiesta de la Alegría

Las emociones se desataban a partir del momento que la maestra anunciaba el día de la Fiesta de Alegría, un evento con un nombre más que redudante -a no ser que en el mundo existiera algo como la “Fiesta de la Tristeza”- que anunciaba el fin del curso lectivo y el inicio de las vacaciones de verano. 

Ese día, generalmente en la última semana de noviembre, era el más esperado del año. No es que uno odiara la escuela pero la sola idea de estar durante todo el estío sin abrir la horripilancia de libro “Hagamos matemáticas en Costa Rica”  al menos a mí me llenaba de un júbilo indescriptible. Las tardes se volvían más soleadas y la alegría parecía envolverlo todo, del rostro de la maestra desaparecía el gesto adusto, nos regañaba menos y hasta Perera, que era el compañero más insoportable de la Escuela, se volvía simpático. 

Por fin llegaba el día soñado en que aparte de no recibir clases, podíamos asistir con ropa de calle. A nuestra llegada nos espera primorosamente colocado un platito con una manzana, cinco uvas –todo un lujo que no pocas veces era el origen de trifulcas cuando alguien le robaba una uva a otro- , un trozo de queque seco, un cajita de helados Dos Pinos –siempre con algo mejor- y una bolsita con golosinas, eso era solo el principio porque al final nos esperaba el eterno arroz con pollo, frijoles molidos y patatas, el menú típico oficial de cualquier festividad en Costa Rica.

Mi fiesta preferida fue la tercero de curso porque la maestra Cecilia, de la que todos en la Escuela –papás incluidos- estábamos enamorados. Desde agosto dedicó las últimas dos horas de clase a que preparáramos un fiestón a lo grande con función de títeres,  concursos y rifas. Para colmo de mi felicidad mi vieja, por primera vez decidió participar en la organización con lo cual la mayoría de cosas fueron a medida mía: en los regalos estuvieron ausentes las bolas de fútbol, camisetas de equipo y a todos por igual nos recetaron lo que yo había escogido: un triciclo a escala, en el que cabía mi Big Jim,  y un “Turista Disneylandia”.

Tras cantar aquello de “Llegó la vacación, el tiempo de gozar…bailemos y cantemos…” nos despedíamos con una extraña sensación de alegría y nostalgia porque finalizaba un ciclo y con toda seguridad habrían cambios en el curso lectivo, a lo mejor a Perera y a Villalta los cambiaban de sección (bueno, eso habría sido motivo de júbilo) cambiaban a Abarca, mi mejor amigo -lo que habría sido una tragedia porque éramos inseparables- o quitaban a la beldad de la maestra Cecilia, lo que efectivamente pasó al año siguiente y nos amargó el inicio del curso lectivo de 1976. 

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