Desganada

Aquel 31 de diciembre, desde buena mañana doña Lines nos había ido advirtiendo a sus hijos y a mí de que no esperáramos mucho de la cena de fin de año, que no se encontraba “muy allá, un poco desganada…es el frío que me pone así”, pero que “algo” haría. Y dicho esto, tras haber terminado de comer algunas de las delicias que preparaba –no he conocido a nadie que cocine mejor–, mientras nosotros nos echábamos la siesta vespertina después de habernos pegado el atracón, a las cuatro de la tarde volvió a los fogones para preparar “lo que fuera, cualquier cosa”, para la cena de la noche. 

Nosotros fuimos al pueblo y volvimos horas después y nos encontramos a doña Lines atareada en la cocina: para estar “desganada” tenía más energía que un equipo de fútbol, se movía entre verduras y cacharros como si le fuera la vida en ello, como si de su cuchara dependiera la salvación de la humanidad.

A las nueve en punto, cinco horas después de haber empezado a cocinar, nos avisó de que podíamos poner la mesa: “Hala, chicos, pues ya está. A cenar”. Yo, aunque sabía de sobra lo gran cocinera que era, como a mediodía nos había dicho que no estaba muy bien me esperaba un filete y unas patatas, pero no fue así, durante toda la cena estuvo sacando platos: verduras, carnes, pescado, legumbres…, todo impecablemente preparado.

Cuando sacó el cuarto plato todos nos miramos y empezamos a reírnos. Doña Lines la “desganada” nos había preparado una cena digna de marajás. “Y todavía quedan algunas cosas, así que no os llenéis mucho”.Por fin, tras ocho platos anunció el postre, diciendo que no le había dado tiempo más que para preparar peras al vino, pero que teníamos turrones, mazapanes y algunos dulces que le habían sobrado de Nochebuena…en cantidades suficientes para alimentar a un regimento.

Este fin de semana doña Lines se nos fue y no he parado de pensar en esa Nochevieja –quizá una de las mejores que he pasado, no había tenido un buen año, estaba lejos de la familia y era ese calor de hogar que necesitaba– y en tantas ocasiones que me cuidó a pesar de que yo solo era el compañero de piso de su hijo, en cada viaje a su pueblo regresaba a Madrid con unas libras de más y al abrir la mochila siempre me encontraba con mis calcetines zurcidos, con los dobladillos del pantalón bien hechos, con la ropa planchada (con toda seriedad me regañaba si salía a la calle con las camisas arrugadas)…

Sí, como una madre. 


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