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Desganada

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Aquel 31 de diciembre, desde buena mañana doña Lines nos había ido advirtiendo a sus hijos y a mí de que no esperáramos mucho de la cena de fin de año, que no se encontraba “muy allá, un poco desganada…es el frío que me pone así”, pero que “algo” haría. Y dicho esto, tras haber terminado de comer algunas de las delicias que preparaba –no he conocido a nadie que cocine mejor–, mientras nosotros nos echábamos la siesta vespertina después de habernos pegado el atracón, a las cuatro de la tarde volvió a los fogones para preparar “lo que fuera, cualquier cosa”, para la cena de la noche.  Nosotros fuimos al pueblo y volvimos horas después y nos encontramos a doña Lines atareada en la cocina: para estar “desganada” tenía más energía que un equipo de fútbol, se movía entre verduras y cacharros como si le fuera la vida en ello, como si de su cuchara dependiera la salvación de la humanidad. A las nueve en punto, cinco horas después de haber empezado a cocinar, nos avisó de que podíamos poner la

Cenicientas

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A partir de los cincuenta años todos deberíamos tener presente que todos somos Cenicienta a las 11:45pm y que la fiesta terminará a las doce en punto. Estamos en los últimos quince minutos del baile y nos toca decidir qué hacemos: si bailamos sin parar el rato que nos queda, si bebemos a borbotones el champán y besamos a quien queramos o si nos quedamos en un rincón quejándonos de lo mal que la orquesta toca, de lo insípida que estaba la comida y del mal rollo que tienen algunos en el salón.  Tik tak tik tak…el reloj suena y nos avisa que dentro de nada las luces se van a apagar y reinará el silencio eterno. A los veinte estamos recién llegados al baile, tenemos tiempo de sobra para quejarnos, para no saborear la comida, para no dejarse llevar por la música porque apenas son las cinco de la tarde, el salón está casi vacío y podemos darnos el lujo de esperar. Tenemos tiempo de sobra para no hacer caso de las miradas furtivas, para negar el beso, para no probar los manjares que nos ofrec

Fotografías

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Durante todos los años que fuimos abuelo y nieto, nuestro nexo de unión siempre fueron las fotografías. Tras fundirse conmigo en un abrazo y decirme lo contento que estaba con mi visita –se emocionaba mucho cuando me veía- mi abuelo Mario me mandaba a sacar del armario una caja en la que guardaba decenas de fotografías de momentos familiares cuidadosamente fechadas en la parte de atrás. “Mirá ahí está su papá, cuando cumplió 12 años le regalamos una cámara y lo llevamos a estrenarla al volcán, estaba feliz de la vida…a que no sabe quien es ésta señora? Su bisabuela Carlota, ahí estamos vistandola con Luis de meses...mirá esta foto, fue la vez que me disfracé de duende y su abuela de hada…que tiempos aquellos!!!”Con cada fotografía mi abuelo sonría con nostalgia, se quedaba pensativo como tratando de evocar en su memoria cada pequeño detalle para contármelo todo de ese viaje, ese cumpleaños, ese día cotidiano en el que había pillado a mis tíos jugando con su perro. Pocas veces nos senta

Millonaria

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Durante los últimos meses de vida de mi vieja a menudo me repetía que no me preocupara por el tema monetario porque ella tenía “ahorros”, lo decía con total aplomo, con la seguridad de quien tiene una inmensa fortuna y que podría felizmente vivir sin preocupación alguna, “así que tranquilo, no se preocupe que en alguna forma tiramos para adelante”. Días después de que falleciera, al cerrar su cuenta bancaria descubrimos que sus “riquezas” no llegaban ni siquiera a modestas, eran una suma mínima que había ahorrado a lo largo del tiempo de lo poco que le sobraba de su pensión…era poquísimo dinero pero ella se sentía millonaria. Con el tiempo he llegado a la conclusión que esa actitud la mantuvo a lo largo de su vida, solía repetir que el dinero no era problema, que mientras se tuviera salud y trabajo había mil formas de llegar a fin de mes, quizá por eso nunca la escuché quejarse por la economía familiar. Sin dudarlo, esa actitud de mi madre fue la gran salvación en época de vacas flacas

Perdonar

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Por un conjunto de malas decisiones en varios aspectos de su vida, allá por 1977, mi padre perdió su trabajo y estaba a punto de perder su matrimonio. Por aquel entonces yo tenía 11 años y me daba cuenta que las cosas iban francamente mal por que veía a mi vieja agobiada, a mi padre derrotado y escuchaba más que nunca la palabra divorcio cada vez que llegaba alguna visita a casa. Yo tenía sentimientos divididos porque por un lado entendía por lo que estaba pasando mi viejo pero por otro estaba furioso con él porque de zopetón mi mundo estaba a punto de cambiar. Fue por ese entonces que mi madre nos llamó a la cocina a mí y a mis hermanas para decirnos que no teníamos que estar enfadados con él, que era un ser humano y como tal cometía errores y que a lo mejor nosotros de adultos cometeríamos los mismos y que al contrario,  teníamos que amarlo más que nunca, estar cerca de él y tener presente lo más importante para él éramos nosotros. Además, nos decía que estuviéramos tranquilos porque

Barbie y Ken

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Ser el único chico del barrio que tenía un Ken me trajo una inusitada fama  entre las niñas que no paraban de invitarme a jugar con ellas,  y el escarnio de los energúmenos  mini machos alfas del barrio para los para divertirse solo existían la mejenga (fútbol), bicicleta o pasear por el barrio haciendo gamberradas fuera de eso cualquier pasatiempo que uno tuviera, como leer y jugar con el Lego, se consideraba sospechoso, poco de hombres. La verdad yo lo que quería era una figura de acción como el Madelman o Big Jim pero como en Costa Rica la moda de figuras de acción llegó con bastante retraso no me quedó más remedio que, con un dinero que mi abuela me había dado, comprarme al marido de la Barbie, no tenía manos articuladas y era bastante soso pero me servía para jugar de misiones con una figura de el indio Jerónimo y su caballo que me tía de Estados Unidos me había enviado. A falta de referentes y de cultura general en el barrio se corrió la voz que yo jugaba con Barbies. Lo que na

Crecer

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Crecer me sentó fatal, me vino mal pegar el estirón a los doce años porque de la noche a la mañana tuve que amoldarme a una dimensión desconocida, a ser un niño atrapado en el cuerpo de un adolescente. A los doce años yo solo quería pasar las tardes de verano correteando libre por el barrio, jugando a policías y ladrones, al escondido, al frío-caliente o pasar la tarde con mis aviones o con las naves de Star Wars que de un amigo mío y con el Landspeeder que yo me había comprado a pagos junto con una figurita de Luke Skywalker. De sopetón todo eso se terminó porque, entre otras cosas, mis amiguitos de barrio por esa época tenían ocho y diez años y mi “estirón” nos había separado abruptamente. Los primeros en hacérmelo notar fueron los obreros de construcción que abundaban en aquella época en la el barrio que vivía un verdadero boom de la construcción. Yo pasaba raudo y feliz corriendo con mis amigos y de pronto escuchaba chiflidos, insultos y comentarios absurdos de albañiles y carpinte