Un ratico de gloria
Como ya era tradicional, una semana antes de regresar a Madrid mi vieja se había empezado a poner nostálgica sobre todo cuando me veía haciendo el equipaje, se paraba en la puerta de la habitación, suspiraba y alguna lágrima se le escapaba mientras decía en voz alta “mejor me pongo a cocinar”. Mi viejo disimulaba un poco más, se ponía ayudarme y a revisar que no dejara nada en el armario o en la mesa de noche, una y otra vez me preguntaba si llevaba todo conmigo: “¿El pasaporte?¿La plata?¿Dónde echó los documentos?” y de vez en cuando se quedaba callado, cabizbajo, según mi madre era su forma de llorar (según ella mi padre lloraba en seco, sin lágrimas). Eran días en los que nos prodigábamos más en besos y abrazos, por las noches antes de dormir mi vieja y yo no sentábamos abrazados a la orilla de la cama para decirnos lo mucho que nos queríamos y que todo iba a estar bien porque nos teníamos. Ese día como de costumbre mi madre se coló en el aeropuerto –en mi pueblo solo los viajeros