Un ratico de gloria
Como ya era tradicional, una semana antes de regresar a Madrid mi vieja se había empezado a poner nostálgica sobre todo cuando me veía haciendo el equipaje, se paraba en la puerta de la habitación, suspiraba y alguna lágrima se le escapaba mientras decía en voz alta “mejor me pongo a cocinar”. Mi viejo disimulaba un poco más, se ponía ayudarme y a revisar que no dejara nada en el armario o en la mesa de noche, una y otra vez me preguntaba si llevaba todo conmigo: “¿El pasaporte?¿La plata?¿Dónde echó los documentos?” y de vez en cuando se quedaba callado, cabizbajo, según mi madre era su forma de llorar (según ella mi padre lloraba en seco, sin lágrimas). Eran días en los que nos prodigábamos más en besos y abrazos, por las noches antes de dormir mi vieja y yo no sentábamos abrazados a la orilla de la cama para decirnos lo mucho que nos queríamos y que todo iba a estar bien porque nos teníamos.
Ese día como de costumbre mi madre se coló en el aeropuerto –en mi pueblo solo los viajeros pueden ingresar a las instalaciones-, siempre lo hacía: cogía mi maleta de mano, toda campante daba las buenas tardes al policía y entraba del brazo conmigo hasta los mostradores, como si fuesemos a viajar juntos: “¿Se imagina qué maravilla? ¿Que me fuera con usted a Madrid?”. Era su forma de “rascar” un poco más de tiempo conmigo. Al llegar al mostrador la chica con aire de gravedad nos anunció que el vuelo había sido cancelado por mal tiempo y que no saldría hasta el día siguiente a las 11 de la mañana que diculpáramos la molestia. Mi vieja estalló en júbilo como si se hubiese ganado la lotería, dándole las gracias efusivamente al personal y respondiendo por mí, que no necesitaba hotel, ni voucher de comida…”yo me lo llevo, no necesita nada de eso” mientras iniciábamos triunfales el camino de regreso a la salida del aeropuerto frente a las caras sombrías del resto de pasajeros que tenían que retrasar su partida.
Aprovechando que la tarde soleada y lo felices que estábamos acabamos tomando café en un restaurante típico en mitad del campo que a mi me gustaba mucho y que en ese viaje no había tenido tiempo de visitar mientras mi viejo veía el reloj y decía contento: “Huy que pereza a esta hora estaría depegando el avión y nosotros todos tristes regresando a la casa en cambio estamos aquí tomando cafecito y tortilla de queso”. Curiosamente esa vez mi regreso a España fue menos triste, esas 24 horas de más que la vida nos regaló, ese ratico de gloria fue un bálsamo cuyos efectos, ahora que mis viejos no están, sigo sintiendo. Si me siento triste, cierro los ojos y pienso en ese y otros días, en los que fuimos, como decía Mario Benedetti, inadvertidamente felices.
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