Reflexóloga

 

Manuelita era Manuelita, no Manuela. A los cinco minutos de conocerla sabías de sobra que era entrañable y que decirle Manuela a secas era faltar el respeto a esa ternura que destilaba y a ese personaje vivaracho que era. A sus setenta y tantos se inscribió a  los cursos de uso de móviles que yo estaba dando en un Centro de Día, porque en esta vida “hay que aprender de todo” y decía que se le daba mal la tecnología, “es que no me entero de nada” y la verdad que así parecía porque cuando llegaba a las tutorías, si había alguien haciendome una consulta ella me daba el telefóno y me decía: “lo mismo de ella”. 

Debo confesar que al principio me ponía un poco de los nervios porque venía desde su casa sin ninguna consulta específica pero como era tan encantadora resultaba imposible enfadarse. Tenía unos nietos “preciosos” como ella decía aunque en honor a la verdad aclaraba que en realidad no eran sus nietos sino hijos de sus sobrinos, “como mi hermana falleció me tocó cuidar a sus hijos así que ahora digo que soy abuela”.

Ese día me contó que en una época de su vida había sido religiosa, “pero al final me salí de aquello porque rezar no era lo mío y, aquí en confianza, hasta un poco atea resulté” así que como quería ayudar se apuntó a la Cruz Roja y a cuanto voluntariado le permitiera ayudar a los demás. Su vida cambió el día en que por temas de trabajo se reunió con un señor que era mago “a mí la magia ni por asomo pero vi que entre sus cosas llevaba un libro de Reflexología y aquello me pareció una maravilla, le pedí que me explicara que era y que de paso me dejara ese libro para sacarle fotocopias”. 

Así fue como Manuelita se convirtió en reflexóloga autodictada, “y muy buena porque mi paciente más importante fue mi padre, le habían dado seis meses de vida y al final vivió cinco años”. Decía que se dedicó en cuerpo y alma a cuidarlo y aplicarle cuanto tratamiento había aprendido, “al final el médico hasta me felicitó, me dijo, Manuela no creo ni dejo de creer pero me parece que usted con reflexología le alargó la vida”, recordaba mientras se enjugaba las lágrimas frente a mi mesa en el aula, “Ay hijo, vaya trisca te he pegado contándote todas estas cosas, se me olvidó a qué había venido…la próxima vez apunto mis dudas”.

Manuelita no sabía a que había venido pero yo sí: a contarme su historia. 

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