Macho ibérico


Cuatro, hace cuatro años me convertí en “español” para toda la vida, en macho ibérico perpetuo: juré la Constitución y prometí lealtad al Rey de España, requisitos indispensables para que te concedan la nacionalidad española, un término que parece demasiado general, impreciso y políticamente incorrecto, porque a estas alturas del partido nadie se pone de acuerdo en qué es ser español. Alguien que primero ha sido un sin papeles durante años y luego un asiduo de las largas colas que se forman para renovar el permiso de residencia, no se plantea ese dilema de ser español, digamos que se tiene un interés más pragmático: uno lo que quiere es tener por fin un DNI y un pasaporte que lo acrediten como español de cualquier tipo, autonomía, provincia, pueblo, comarca, barrio o distrito

Un día importante en la vida de todo emigrante, en el que se siente invadido por sensaciones de todo tipo. En mi caso tenía la misma de haber ganado una yincana escolar, porque los dos años de “residencia legal, continua y permanente” que establece la ley como requisitos para otorgarnos la nacionalidad a nosotros, los ex coloniales —y que no significa otra cosa que durante 24 meses debes estar contratado por alguien y dado de alta en la seguridad social— se habían transformado en ocho. Una trama surrealista que tenía como protagonistas, pringado aparte, a un country manager de una multinacional que con lágrimas en los ojos te dice que no tiene medios para regularizar tu situación, un patrón que se muere justo cuando va a firmar tu primer contrato, luego de un año de espera —ni la burocracia ni yo tomamos en cuenta que el señor no tenía edad como para esperar, 95 años—, una exitosa empresa de Internet de esas que ofrecían stock options a sus empleados para despedirlos al día siguiente, justo cuando te faltan cinco meses para cumplir los dos años de residencia “legal y permanente”, decenas de contratos temporales de uno o dos días para ajustar esos días de cotización que te faltan trabajando como encuestador, grabador de datos, repartidor de regalos, figurante y, para terminar, el robo de una billetera con una tarjeta de residencia dentro, dos días antes de que tengas que jurar la Constitución, lo que te deja sin ningún papel para demostrar que tú eres tú.

Quizá fue por eso que la ceremonia de nacionalización me pareció bastante sosa. Con lo que había pasado para poder tener por fin un DNI, lo menos que esperaba era que estuviera el propio don Juan Carlos en la ceremonia, que Monserrat Caballé tarareara el himno nacional o, por lo menos, hiciera el chunda, chunda ta chunda de toda la vida, aunque fuera acompañada por la orquesta de Bratislava —que se sabe que es la más económica del mundo y da el pego en bandas sonoras, discos y conciertos—, al tiempo que el público me hacía la ola, que me ofrecieran un agasajo en La Moncloa no sin antes darme una vuelta por Madrid en un descapotable a lo Eisenhower, yo tirando besos aquí y allá a una multitud que me saludaría desde lejos con envidia y admiración.

Pero no, no hubo nada de eso. No hubo un solo aplauso, ni fotos, nada de nada. Salí del Registro Civil veinte minutos después de haber entrado, por supuesto con retraso, que el metro en ocasiones especiales siempre falla, exhausto pero feliz de haberme convertido por fin en un macho ibérico.

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