Adiós a los niños


Atrás quedaron los libros de cuentos, la bicicleta herrumbrada, las zapatillas gastadas de tanto correr por el pueblo y aquellas tardes en las que junto a “cuadrilla” hacíamos expediciones por los planetas de un espacio sideral lleno de peligros.
Vencer monstruos horripilantes, piratas despiadados y lluvias de meteoritos era parte de la rutina de los “super amigos” que estaban dispuestos a luchar, siempre y cuando no fuera la hora de la merienda y nuestra madre nos llamara desde la puerta de la “nave espacial” (que para cualquier adulto no era más que una simple casa ubicada en una barriada).
Atrás quedó la emoción por la Nochebuena, por la fiesta de fin de curso (que digan lo que digan era lo mejor de la escuela), y por la niña más guapa del barrio, única fuerza misteriosa, después de la comida, capaz de adaptarnos de nuestros deberes de superhéroes.

¿Qué pasó con todo ese mundo pleno de significado? ¿Dónde se fueron nuestros juguetes favoritos? ¿Dónde las plastidecor y los libros de pintar? ¿Dónde nuestros amigos del alma que juramos nunca olvidar? No lo podemos precisar, lo único que sabemos con certeza es que un día nos despertamos atrapados en un cuerpo de adulto… y y encima: ¡pensando y actuando como uno de ellos!
De la noche a la mañana nos volvimos hombres serios y respetables sin tiempo para asombrarnos por temas tan banales como el origen del arco iris, el misterio de una noche de estrellas o la existencia de las hadas y los duendes. ¡Un adulto no podía darse el lujo de andar meditando en trivialidades!
En la sociedad de consumo solo prevalece “el más fuerte y el más realista”. Al fin aprendimos la lección junto a otros dogmas del mundo adulto, como que soñar no sirve de nada y que los buenos solo triunfan en las películas.
El niño fue asesinado a quemarropa. Ni siquiera sus cenizas dejamos en nuestro corazón. Y en consonancia con el triste acontecimiento, casi sin saberlo, sustituimos la cálida sonrisa por un rostro tan adusto como las calles de una gran ciudad.
Sin ser psiquiatra, cualquiera puede adivinar que muchos de los sufrimientos y congojas que padecemos los adultos tienen su origen en ese “infanticidio” al que nos sometemos muchas veces voluntariamente -aunque las primeras “balas” son disparadas por la sociedad- al final cada uno de nosotros se encarga de dar ese tiro de muerte que pone punto final a la inocencia.
Quizá en resucitar a ese niño radique la diferencia entre una existencia nihilista o una vida adulta plena de sentido. Hacerlo si bien es difícil, no es imposible, basta con empezar a obedecer nuestras voces interiores y ya habremos dado el primer paso.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Duendes

Manos entrelazadas

Desganada