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Historia de un amor

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Las grandes historias de amor suelen ser tan cotidianas e imperceptibles que a veces los mismos protagonistas las viven sin darse cuenta de lo que han construido con el paso del tiempo, de lo que han logrado a base de persistencia y de apostar contra viento y marea por el otro. Una de esas monumentales historia fue la de mis viejos: ninguno de los dos se dio cuenta de lo que vivieron a lo largo de sesenta años, del camino de luces y sombras que transitaron y del que me siento agradecido por haber vivido en primera línea al punto que a estas alturas de mi vida creo sin lugar a dudas que el AMOR EXISTE y que es capaz de transformar vidas.  Los ví treinteañeros, cómplices, intentando educar tres hijos de la mejor manera, viviendo el trajín de lo que era ser jóvenes padres sin opacar lo que sentían el uno por el otro. Los vi darse besos furtivos, abrazarse mientras corrían para que llegáramos temprano a la Escuela. Los vi ya cuarentones en plena crisis matrimonial, mi padre entre lágrimas

Caballero de Gracia

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Durante muchos años de mi juventud los viernes se iba a los Conciertos de la Orquesta Sinfónica al Teatro Nacional o al Melico Salazar. Comencé yendo solo. Como no tenía suficiente dinero al principio pagaba la parte más alta del “gallinero”, el punto de menor visibilidad y en el que solo se alcanzaba a ver las cabecitas de los músicos de la orquesta aún así, disfrutaba en grande. Durante un tiempo fue así hasta que descubrí que durante el primer descanso, mucha gente aprovechaba para bajar y colarse en los palcos y en el patio de butacas, a vista y paciencia de los acomodadores que se hacían la vista gorda y no decían nada salvo la vez que por error acabé en el palco presidencial junto a otros chicos, nos bajaron ipso facto. Mantuve esa práctica durante meses hasta el día que estando en el foyer del teatro, diez minutos antes de la función aparecieron varios músicos regalando entradas para butacas; la escena se repetía viernes tras viernes, para un veinteañero sin dinero y amante de l

Militancia

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A principios de 1977 mi vieja y sus amigas de la “Asociación de Damas de Barrio Córdoba” decidieron terminar con su pasividad de amas de casa y pasar a la militancia política activa apoyando un pre-candidato a la Presidencia de la República en la Convención interna de su Partido, famoso no por sus propuestas o ideología sino por su porte de actor de Hollywood. Por aquella época la sonrisa de Rodrigo Carazo Odio arrancaba suspiros y provocaba desmayos entre las mujeres de Costa Rica no solo por su apariencia sino por su fama de ser el esposo y padre perfecto, era justo lo que necesitaba el país. Así mi madre y sus amigas irrumpieron como guerreras en la tranquilidad de nuestro burgués barrio, tocando puerta por puerta para pedir el apoyo a ese macho (rubio) tan “divino”.  A mi tocó recorrer parte del vecindario acompañando a mi vieja, mientras ella hablaba con impecable dicción y anotaba los votos que había casa por casa yo repartía pegatinas y banderas con una sonrisa de oreja a oreja.

Guapo

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  El año pasado estaba en un bar de Madrid esperando a un amigo cuando de pronto entró un grupo de gente “oficialmente guapa” como suelo llamar a esa tipo de personas que son consideradas bonitas aquí y en Plutón, esos seres humanos cuyo Instagram es un desfile de viajes y grandes momentos rodeados de burbujas de champán. “¡Qué nivel de gente y qué ganas de tener la mitad de glamur de ellos!” pensé cuando se situaron justo en el centro del bar bajo las tentas miradas de cuantos estábamos ahí.  Desde mi mesa por unos instantes estuve atento al movimiento del grupo y luego seguí sumido en mis pensamientos ojeando de vez en cuando el whatsapp por si mi colega se dignaba a escribir. De repente vi que los guapos hablaban entre ellos mirando a mi mesa y uno de ellos se acercó con el móvil en mano, como para pedirme que les tomara una foto. Sin dejar que terminara la pregunta en cuanto me dijo “Oye,  ¿te importaría…?” le contesté que con un “claro, encantado les tomo la foto” al tiempo que me

Abolengo

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  Mi primera entrevista de trabajo para un puesto de periodista a los 24 años transcurrió de forma totalmente inesperada. Puntual llegué a la cita, vestido de traje y corbata, y con mi flamante curriculum  en una carpeta, todo más que preparado para impresionar y hacer que me contrataran ipso facto .  El director me saludó con toda la amabilidad del caso y nada más abrir la carpeta de mi CV empezó a reírse sin parar y a carcajadas. “Ay ya sé quien es usted, su Papá se llama Luis Guillermo, su Mamá Haydée. Para empezar le voy a decir que su Tata fue novio de mi hermana pero creo que la cambió por su mama…”. Aquel fue el peor arranque imaginado porque de repente me ponía en el bando de los “malos” y toda la argumentación que tenía preparada para centrarme en mis talentos demostrados como estudiantes de la Escuela de Ciencias de la Comunicación quedaba superada por una vivencia personal, era el clásico comento de “tierra trágame”. Menos mal que el señor no paró de reírse, quitándole impor

Tranvía

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  El otro día iba en el tranvía al lado de la puerta trasera cuando de repente empecé a ver dos adolescentes  que colgados desde la pasarela de afuera no paraban de reírse mientras otro amigo adentro los jaleaba entre aplausos y risas, celebrando la hazaña de haberse colado sin pagar un centavo y sobre todo, de haber logrado subir una de las cuestas más empinadas de la ciudad. El señor amargado de 56 años que soy ahora estaba a punto de decirle al conductor que parara, que era un riesgo para la seguridad de los chicos y una falta de consideración para los que habíamos pagado el billete sin embargo, el alocado joven de veinte años que fui me paró en seco. Si a los quince años, viviendo en una ciudad con tranvía no se hace eso, ¿cuándo? A esa edad hay que desparramar y punto. Recordé cómo durante mi adolescencia más de una vez me tocó viajar en la puerta de un autobús atestado de gente mientras el chofer me decía, “Maecillo agárrase duro, no se me vaya a caer porque es una torta” y mí es

Y de repente la infancia

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  Dicen por ahí que conforme nos vamos haciendo mayores, la infancia –ese paraíso perdido, del que dejamos de acordarnos en nuestra juventud-  se nos torna cada vez más y más cercano, quizá como una forma de perpetuar la memoria de nuestros padres cuando no están o como nostalgia inevitable de saber que estamos más cerca de irnos de este mundo, y la niñez casi siempre representa un refugio seguro. El otro día, sin venir a cuento, de pronto empecé a recordar cómo con tres años me encantaba cuando Tere, la señora que ayudaba en casa, lavaba las ventanas. Yo me acercaba a la habitación de mis padres y desde dentro le suplicaba que apuntara la manguera a los cristales. Riéndose ella lo hacía y yo aplaudía,  me sentía inmensamente feliz al ver los mini “arco iris” que se formaban al paso de la luz. Recordar que fui ese niño al que algo tan sencillo volvía loco de contento me hace querer volver a recuperar la magia de las pequeñas  cosas, re-descubrir que son esos diminutos momentos cotidian