Caballero de Gracia

Durante muchos años de mi juventud los viernes se iba a los Conciertos de la Orquesta Sinfónica al Teatro Nacional o al Melico Salazar. Comencé yendo solo. Como no tenía suficiente dinero al principio pagaba la parte más alta del “gallinero”, el punto de menor visibilidad y en el que solo se alcanzaba a ver las cabecitas de los músicos de la orquesta aún así, disfrutaba en grande. Durante un tiempo fue así hasta que descubrí que durante el primer descanso, mucha gente aprovechaba para bajar y colarse en los palcos y en el patio de butacas, a vista y paciencia de los acomodadores que se hacían la vista gorda y no decían nada salvo la vez que por error acabé en el palco presidencial junto a otros chicos, nos bajaron ipso facto.

Mantuve esa práctica durante meses hasta el día que estando en el foyer del teatro, diez minutos antes de la función aparecieron varios músicos regalando entradas para butacas; la escena se repetía viernes tras viernes, para un veinteañero sin dinero y amante de la música clásica aquello era la visión del paraíso,  no significa otra cosa que se podía disfrutar de los conciertos, gratis y en primera fila, como si uno fuera rico y famoso. Ya para entonces, casi siempre se me sumaba una amiga que se acostumbró al protocolo que seguían la mayoria de estudiantes de la Escuela de Artes Musicales (a la que yo no pertenecía pero con mis idas y venidas al Teatro me había incorporado como figurante o algo así) : había que aguantar en la puerta, hasta el último minuto, haciéndose el desentendido, el que no quería la cosa, hasta que apareciera algún músico o un funcionario del Ministerio de Cultura con un rollo de entrada, diciéndonos: “Muchachos, esto es de parte del Ministro…”.

Mi vida cambió radicalmente cuando empecé a trabajar como periodista, con solo levantar el teléfono podía conseguir las entradas que quisiera, así que como todo un señor, un caballero de alcúrnea,  me convertí en se ese tipo que siempre había querido ser, en esos que iban al patio de butacas, que de vez en cuando repartía las entradas que le sobraban y que al final de cada concierto, se iba a tomar una cerveza (o dos, que el sueldo de aprendiz tampoco alacanzaba para más) al Cuartel de la Boca del Monte, donde por aquel entonces confluían la mitad de músicos de la orquesta, los asistentes al concierto y todo el ambiente bohemio de la capital. 

Sí señor, ya era parte del jet set cultural de San José. 


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