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Aguinaldo

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  El día que le daban el aguinaldo a mi madre era fiesta “nacional” porque por una vez al año el dinero “no importaba”, y por unos días nos dábamos vida de ricachones.  De la noche a la mañana en casa reinaba la abundancia, por ejemplo, las uvas y manzanas de plástico del centro de mesa se sustituían por unas verdaderas, de esas que se podían comer era lo más de lo más (por supuesto había que rendirlas). Llegábamos del súper cargados de chocolates gringos, quesos holandeses, galletas danesas, si algo nos gustaba simplemente se echaba en el carrito de la compra sin mirar precio y sin que mi vieja sacara la calculadora, que siempre llevaba, para saber si le alcanzaba o no. Para mí la llegada del aguinaldo no significa otra cosa más que POR FIN podía estrenar. ¡Qué alegría me entraba en el cuerpo cuando mi madre me pedía que le “guardara” un día para irnos de compra! Ese día salíamos después de comer, nos íbamos en autobús y nos regresábamos como millonarios en taxi, cargados de paquetes,

¿Hay algo que celebrar?

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  Después de la pérdida de mi padre por un ataque al corazón y dos meses después la de mi madre por COVID el año pasado, del largo luto en plena pandemia, de años sin trabajo fijo y una eterna economía de guerra ¿Hay algún motivo para el júbilo? ¿Para la risa? Hay gente que dice que nunca celebra su cumpleaños, que es una fecha cualquiera y que no hay nada que celebrar, yo discrepo en absoluto por una sencilla razón: aunque la vida no haya sido como tú quieres probablemente aquel día fue un gran día para tus padres y para tu familia, una fecha marcada y esperada en el calendario como es mi caso. Mis padres no se cansaron de decirme lo maravilloso que había sido ese día, uno de los más felices de su vida y mi vieja decía que esos nueve meses se le habían hecho eternos porque no deseaba otra cosa que ver mi cara. ¿Cómo no voy a celebrar eso? ¿Cómo no voy a aplaudir y hacerle la ola a la vida por haber sido tan esperado y tan amado? Tras el año pasado y su tristeza yo me declaro abie

Mudanza

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  Mi vieja y yo estábamos nostálgicos. Ese día nos no sólo nos mudábamos de la casa en la que habíamos vivido 18 años sino que además nos íbamos del pueblo. Estábamos tan tristes que pedimos ser los últimos en dejar la casa. Con el salón vacío nos sentamos en el suelo, nos dimos la mano -como solíamos hacer cuando hablábamos de cosas serias- y empezamos a pasar revista por todas las cosas buenas que nos había pasado ahí pensando cuán agradecidos teníamos que estar porque de una manera u otra la familia había progresado. Mis padres habían llegado a esa casa   en plena crisis matrimonial, sin saber muy bien si continuarían o no y ahí precisamente poco a poco habían ido arreglando sus diferencias hasta volverse a reencontrar y a quererse como nunca, mis hermanas y yo habíamos llegado siendo casi niños y nos marchábamos ya mayores con un futuro profesional prometedor. Mi vieja decía que habían habido épocas en las que no sabía muy bien si durante el mes se iba a tener lo suficiente par

Mi seriedad me confundió

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  En uno de mis trabajos, sin querer, poco a poco me fui convirtiendo en el organizador de eventos extra oficiales porque por juerguista conocía muy bien la noche madrileña, desde los lugares más top hasta los típicos bares de barrio en los que por 100 pesetas te servían una caña y una tapa. Al final del día los compañeros y algunos jefes pasaban por mi escritorio para preguntarme cuál era el plan de la noche aunque fuera lunes y conforme se acercaba el fin de semana la “presión” subía porque había que organizar la salida del viernes, la comida del sábado y la continuación de la fiesta. En un principio yo estaba más que encantado con esa fama porque me hacía popular pero poco a poco empecé a pensar si todo aquello más bien no perjudicaba mi carrera como joven doctor y si tenía que ser más bien como mis compañeros ingleses y alemanes: puntuales, eficientes, discretos e intelectuales a tope al extremo que a la hora de comer no se iban en manada a cualquier restaurante como nosotros sino

Good night my angel

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Contaba Billy Joel que allá por los ochenta escribió esta canción como respuesta a su hija pequeña que días antes le había preguntado a dónde se iba la gente cuando se moría, en ese momento no supo que decir pero a los días fue encontrando las palabras en forma de una canción de cuna, que entre otras cosas dice: “Buenas noches mi angel, es hora de dormir tranquila, hay muchas cosas que quiero decirte… recuerdo todas las canciones que cantabas para mi cuando navegábamos en una bahía esmeralda y como un barco a la orilla del oceáno te mezo para que duermas el agua es oscura y profunda dentro de este viejo corazón, pero siempre serás parte de mi” La oí por primera vez hace unos meses y fue inevitable que pensara en mi vieja, en lo mucho que me habría gustado tomarle de la mano y cantarle esa canción para ahuyentar sus miedos, para que pensara en un mundo lleno de luz donde solo existe la felicidad.  Me habría gustado hacerlo como ella me acunaba de niño, solo que lo hacía con boleros…a lo

El niño y la estrella

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El otro día leí que te moriste. En un minuto la noticia daba cuenta de cómo habías recibido los disparos y como tu coche quedó en una cuneta, todo por un ajuste de cuentas. Dos minutos de lectura para resumir toda una vida. Leí la noticia con tristeza y con incredulidad, la misma que mantuve a lo largo de tu corta vida cuando me contaban de tus andanzas por el bajo mundo, me costaba trabajo entender que me hablaban de la misma persona porque para mi siempre fuiste mi querido niño, mi pequeño y adorable primo, que nos hacía reír a todos con sus ocurrencias, que no paraba de repetir besos a diestra y siniestra, que me levantaba los bracitos para que lo cargara cuando salíamos a caminar, el que por las noches -cuando me quedaba a dormir en su casa- me pedía con insistencia que le contara el cuento del Niño y La Estrella, y yo te la contaba una y otra vez mientras ibas cerrando tus ojitos.  La historia la había leído en algún lugar y a ti te encantaba, iba de un pueblo de esquimales que en

Tres ojos

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Fue allá por 1973 que por primera vez me pusieron gafas. Tenía tan solo siete años y estaba encantando de la vida porque aquello me daba una pinta de superhéroe y marcaba una absoluta diferencia con el resto de la clase. Eran muy sesenteras, de montura gris y blanco, de cristal grueso, de ese que se quebraba fácilmente y que tanto hizo "sufrir" a mi viejo que cada dos semanas tenía que ir a repararlas porque como yo no tenía el cuidado suficiente pasaban quebradas la mayor parte del tiempo. Lo mejor de aquellas gafotas era que me permitían ver claramente, ¡qué bonito se veía! ¡hasta podía leer sin arrugar la nariz y sin tener que sentarme de primero en la Escuela y, a veces, hasta pararme para ver la bien pizarra! Me gustaron tanto las gafas que aquí sigo, llevándolas como parte de mí, por más lentillas y operaciones maravillosas contra la miopía me hayan ofrecido. Estoy, estaré condenado a ser un "tres ojos" de por vida como les decía a mis compañeros de primaria c