Aguinaldo

 

El día que le daban el aguinaldo a mi madre era fiesta “nacional” porque por una vez al año el dinero “no importaba”, y por unos días nos dábamos vida de ricachones. 

De la noche a la mañana en casa reinaba la abundancia, por ejemplo, las uvas y manzanas de plástico del centro de mesa se sustituían por unas verdaderas, de esas que se podían comer era lo más de lo más (por supuesto había que rendirlas).

Llegábamos del súper cargados de chocolates gringos, quesos holandeses, galletas danesas, si algo nos gustaba simplemente se echaba en el carrito de la compra sin mirar precio y sin que mi vieja sacara la calculadora, que siempre llevaba, para saber si le alcanzaba o no.

Para mí la llegada del aguinaldo no significa otra cosa más que POR FIN podía estrenar. ¡Qué alegría me entraba en el cuerpo cuando mi madre me pedía que le “guardara” un día para irnos de compra!

Ese día salíamos después de comer, nos íbamos en autobús y nos regresábamos como millonarios en taxi, cargados de paquetes, después de haber recorrido las tiendas de la capital buscando lo que yo quería y tras haber pasado a cenar a una pizzería o a un chino finolis, de esos a los que iba la gente tuyú.

Había magia en ver a mi madre tan feliz y despreocupada, repitiendo que para algo había trabajado fuerte durante el año, para poder darnos algunos caprichos, como el de comprarme unas Adidas en lugar de las Bilsa nacionales de siempre.

La última vez que hicimos eso fue hace unos tres años, que vieja estaba más que harta de verme con el mismo pantalón de siempre, hizo el ademán de darme el dinero para que fuera a comprármelo pero le dije que de eso nada, se venía conmigo de compras o seguiría con el vaquero roto eternamente.

Ese día, mientras mi padre nos esperaba en el coche, aunque a paso lento porque a mi madre ya le costaba caminar, recorrimos el centro comercial entrando de tienda en tienda, contentos de vivir ese momento y tan despreocupados que al llegar a casa descubrimos que gran parte de la compra la habíamos dejado en el casillero del Supermercado.

Los dos comenzamos a reírnos, mi vieja contándole a mi hermana: “es que cuando uno anda feliz se le olividan las cosas”.


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