Mi seriedad me confundió

 

En uno de mis trabajos, sin querer, poco a poco me fui convirtiendo en el organizador de eventos extra oficiales porque por juerguista conocía muy bien la noche madrileña, desde los lugares más top hasta los típicos bares de barrio en los que por 100 pesetas te servían una caña y una tapa. Al final del día los compañeros y algunos jefes pasaban por mi escritorio para preguntarme cuál era el plan de la noche aunque fuera lunes y conforme se acercaba el fin de semana la “presión” subía porque había que organizar la salida del viernes, la comida del sábado y la continuación de la fiesta.

En un principio yo estaba más que encantado con esa fama porque me hacía popular pero poco a poco empecé a pensar si todo aquello más bien no perjudicaba mi carrera como joven doctor y si tenía que ser más bien como mis compañeros ingleses y alemanes: puntuales, eficientes, discretos e intelectuales a tope al extremo que a la hora de comer no se iban en manada a cualquier restaurante como nosotros sino que comían a toda prisa un sándwich y se ponían a repasar informes del BID o del Banco Mundial.

Así que decidí reconvertirme, a dejar de reírme tanto en horas de trabajo, empezar a hacerme el sueco con las peticiones de colegas para irnos de cañas a la salida del trabajo, y ser igual de productivo que cualquier miembro del staff venido de Centroeuropa. El cambio, sin embargo, fue flor de un día porque el gerente general me llamó para echarme la bronca del siglo porque me estaba volviendo demasiado serio y formal.

Según este señor, para un Instituto tan prestigioso como en el que trabajábamos, nada era más sencillo que conseguir doctores más o menos brillantes en cualquier ciudad europea que quisieran venir a trabajar a Madrid PERO lo que costaba encontrar era gente con sentido del humor, que creara buen ambiente laboral como al parecer yo lo estaba logrando celebrando cumpleaños y llevándome de juerga a los compañeros diariamente.

La verdad que si tenía razón porque como todos éramos expatriados se había creado un ambientazo en la oficina, un entorno colaborativo envidiable de cero cotilleos y en el que todos nos ayudábamos con el trabajo diario con tal de llegar puntuales al bar en el que habíamos quedado. La noche nos había unido tanto que nos costaba sacar vacaciones o darnos de baja si estábamos enfermos porque nos divertíamos montones en el trabajo. 

Tras esa bronca monumental y amenaza de despido si continuaba por la senda de la buena vida, decidí, compungido y contra mi voluntad, retomar el camino de la mala vida y hasta la fecha.

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