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Para que nadie sufra...

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Abajo, una entrevista en la que cuento lo que pasamos con mi madre.  Algunas aclaraciones:   -En ningún momento estoy criticando el trabajo de médicos y enfermeras. Sé que mi madre estuvo bien atendida y conociendo como tratan al adulto mayor en este país en los hospitales, posiblemente me la chinearon bastante.       -Mi tesis es muy simple: en un época en donde hasta los Consejos de Ministros son vía Zoom y los médicos pasan consulta por Whastapp no se justifica impedir en forma absoluta la comunicación con el paciente (sino directa, al menos con intermediarios). Los psicólogos pueden explicar mejor la importancia que tiene para un paciente el apoyo familiar en procesos de enfermedad sobre todo en fase terminal y cómo puede aliviar el estrés del núcleo familiar el tener noticias claras y frecuentes sobre el estado del paciente.  -Los protocolos son los protocolos. Sí, pero quienes los hacen son humanos y se están aplicando a seres humanos en situación de extrema vulnerabilidad. Mi

¡Bingo!

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Mi madre no podía creérselo: por primera vez en su vida había ganado un bingo y a cartón lleno. En cuanto puso la última ficha soltó un "Bingoooooooo" desde el fondo de la gradería del gimnasio mi Instituto, donde se realizaba la actividad benéfica. Como decía que en su vida tener cualquier cosa le había costado mucho esfuerzo ese día se vino arriba, así que entre gestos triunfales -solía levantar los brazos y contonearse-  y los aplausos del público, gloriosamente se abrió camino por entre la multitud, no podía creer la suerte que había tenido. El premio, anunciaba el presentador, era una sorpresa gentileza de uno de los patrocinadores. Mi vieja recorrió todo el camino pensando en que a lo mejor era unas merecidas vacaciones con todo pago en San Andrés, que por entonces estaba de moda como destino vacacional de la clase media,  o a lo mejor una enorme canasta de víveres de esas que adornaban la entrada y que estaba llena de cositas que le gustaban a la familia o un vale para

Adiós amor adiós

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  Durante muchos años la banda sonora de mi vieja fue Demis Roussos. Solía escucharla por las mañanas, mientras se alistaba para el trabajo y los fines de semana. En medio de ese taconeo incesante, ese ir y venir  para preparar su almuerzo y dejar la casa medio arreglada, siempre le pedía a mi padre que le pudiera su disco. Antes de tener el LP mi él le había grabado una cinta en la que siempre que comenzaba el "Si tengo que morir..." se escuchaba la identificación de la emisora "Titania". Yo solía gastarle bromas a mi vieja con eso y a veces intentaba cantársela con el "Titania" de por medio y ella se reía. A mí me encantaba verla sumida en ese trajín, poniéndose guapa mientras taradeaba sus canciones favoritas y suspiraba por "ese gordo precioso" que tenía la mejor voz del mundo y con el que, según ella, se habría casado feliz de la vida.  Mi madre no tiene ni 24 horas de haberse ido y aquí estoy yo, llorándo a mares mientras escucho el estribi

Herencia

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Dicen que para amarse a sí mismo lo primero es mirarse a través de los ojos de quienes nos han amado con profundidad porque solo el amor es capaz de traspasar todos los muros que con el tiempo nos hemos creado, fronteras infranqueables que nos separan de los demás y del propio universo. Son esas miradas las que más nos acercan al misterio de la vida, a  quienes realmente somos y a la forma en la que nos ven los ángeles. Nos miramos y juzgamos con demasiada severidad pero ellos no, saben mejor que nadie que somos efímeros, que estamos hechos de la misma materia de las estrellas. Imposible pensar en eso y sin recordar a mi viejo y en cómo le brillaban los ojos cada vez que me miraba, daba igual que le dijera que me iba mal en la vida, siempre había en ellos alegría y mucha, mucha esperanza, parecían ventanas en las que se colaban los duendes para divertirse con mis travesuras de niño o con mis historias de adulto, para desearme suerte en mis idas y venidas.  Quizá la mirada suya y de qui

Viajeros siderales

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El bien más preciado de mi viejo era su carrito blanco. Lo chineaba con esmero, le encantaba andarlo impecable por dentro como por fuera y más conducirlo. Se montaba al volante y no había mejor ni conductor más orgulloso que él, a diferencia de muchos que pasan quejándose de lo difícil que se había vuelto conducir por estas calles, mi padre disfrutaba enormemente, era simplemente feliz yendo de un lado a otro haciendo sus recados diarios y viendo el mundo desde su carrito blanco.  A mí encantaba acompañarlo porque era "nuestro momento", cuando podíamos hablar de nuestras cosas, casi siempre anécdotas familiares o de su niñez o simplemente ir en silencio escuchando sus programas de radio preferidos o sus canciones del alma, como "Despedida" de Daniel Santos, "Amazing Grace" y por supuesto, como buen fan de la II Guerra Mundial, cualquier pieza de Glen Miller.  A veces aprovechábamos nuestra rutina de recados cotidianos para hacer una parada técnica y

Mi gran noche

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Fue allá por 1975 cuando mi padre me acompañó a participar en un programa de TV que se llamaba algo así como "Las Noches Millonarias", donde nadie se va con las manos vacías, y que era conducido por un famoso presentador de la época, Carlos Alberto Patiño, nada más y nada menos. Imposible ser más afortunado, pensaba yo, el día en que me llamaron para invitarme a participar. La verdad que había costado un mundo porque había tenido que rellenar no sé cuantos cupones en los supermercados. Aún desconozco las razones que yo, con solo 9 años, tenía para participar en un concurso que había visto pocas veces en mi vida y que siempre me resultaba aburrido pero ahí estaba yo, en medio del plató, estrenando ropa de la Diorvet, con las mejores marcas y al mejor precio, participando mano a mano con dos ancianos de 30 años sabelotodo y yo muerto de coraje porque no me había ganado pero ni un triste carrito de plástico de Almacenes Rodolfo Leitón, llevando alegría a todos los niños de

De incógnito

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Como era mi primera vez en esa sinagoga de Tel Aviv y no conocía a nadie decidí que ese día en el que se celebraba Simjat Tora,  mantendría un perfil discreto e intentaría no llamar demasiado la atención. Mi plan original: entrar por la puerta de atrás, sentarme en la última fila -y en el rincón más apartado-, escuchar el servicio y a lo sumo en una hora volver a casa. Sin embargo no contaba con mi tradicional "mala" suerte que siempre condena al fracaso cualquier plan que haga, da igual de lo que sea, tal y como empecé a comprobar al poco de llegar. Como la entrada principal estaba atestada de gente no tuve más remedio que hacer mi ingreso por la cocina, por la puerta donde entraban los de siempre. Me sentí bastante aliviado que nadie notara mi presencia y que tan solo una mujer , sin mediar palabra,  me diera una bandeja de comida indicándome llevarla al salón principal. Así que hice mi entrada triunfal en mitad del salón, con una bandeja en la mano y abriéndome espacio