De incógnito

Como era mi primera vez en esa sinagoga de Tel Aviv y no conocía a nadie decidí que ese día en el que se celebraba Simjat Tora,  mantendría un perfil discreto e intentaría no llamar demasiado la atención. Mi plan original: entrar por la puerta de atrás, sentarme en la última fila -y en el rincón más apartado-, escuchar el servicio y a lo sumo en una hora volver a casa. Sin embargo no contaba con mi tradicional "mala" suerte que siempre condena al fracaso cualquier plan que haga, da igual de lo que sea, tal y como empecé a comprobar al poco de llegar.

Como la entrada principal estaba atestada de gente no tuve más remedio que hacer mi ingreso por la cocina, por la puerta donde entraban los de siempre. Me sentí bastante aliviado que nadie notara mi presencia y que tan solo una mujer , sin mediar palabra,  me diera una bandeja de comida indicándome llevarla al salón principal. Así que hice mi entrada triunfal en mitad del salón, con una bandeja en la mano y abriéndome espacio a empujones.

Ya en el salón principal para mi horror descubrí que no era tan gran como me imaginaba, todos estábamos apiñados, y que no había espacio en la última fila sino tan solo en la primera, al frente de la bimá del rabino que con una sonrisa me indicó que me sentara justo ahí, como el sitio era estrecho pidió la colaboración de toda la primera fila así que mi llegada estuvo acompañada de un movimiento inesperado de sillas y de gente reacomodándose. Todos podían darse por enterados que yo estaba ahí, un mal día lo tiene cualquiera.

Momento de sacar del arón el sefer Torá para el tradicional baile. Comienza la gente a aglutinarse alrededor de la bimá y yo inicio una maniobra de despiste, moviéndome estratégicamente hacia fuera del circulo para irme acercando a la puerta cuando alguien no solo me recoloca en el círculo  sino que posa su mano en mi hombro.  Mientras pienso que aún  estoy a tiempo de cumplir con mi objetivo inicial, de salir huyendo en cuanto pueda, el rabino me   pone una botella de Ron en una mano y en la otra unos vasitos para chupitos, entiendo la indirecta y me pongo a hacer lo que más me gusta el mundo: emborrachar a la gente.

Agotada la botella decido que ahora sí, es tiempo de caminar rumbo a casa. Discretamente y lentamente me voy moviendo fuera del círculo hasta que alguien me pone la Torá en mis manos. Qué remedio pienso,  a seguir bailando dentro del círculo porque sería de muy mal gusto irme justo en el momento en el que están rulando las botellas de Whisky, Vodka, Ron y Arac (licor de anís israelí), una vez al año no hace daño y digo si a todo.

Una y otra vez intento salir del círculo pero cada vez que lo intento alguien me pone el Sefer en los brazos o un chupito de lo que sea, a esas alturas me da igual de lo que sea, no soy nadie para ponerme exigente con bebida regalada. A este mundo se viene a sufrir porque no aguanto los pies y llevo dos horas intentando escapar con nulo resultado.

Como veo que la gente se está dispersando me siento aliviado y digo que es el momento perfecto para huir a casa, estoy en ese trance cuando como por décima vez me dan la Torá  y sin venir a cuento me van dando  empujones hasta la puerta principal. ¿Pero que es esto? Me digo a mi mismo cuando descubro que detrás tengo un grupo de 30 personas haciendo la conga, me debo a mi público, no puedo defraudarlo así que sigo con mi desfile hacia la mitad de la avenida. Pasados cinco minutos estoy bailando con el Séfer en medio de un círculo enorme de gente desconocida que no para de aplaudir y jalearme. Yo me entrego totalmente, de perdidos al río, bailo, muevo los hombros, hago pasos de cumbia, salsa y hasta de reggeaton, saco a la gente a bailar, reparto abrazos y besos sin parar.

CUATRO horas después estoy de regreso a casa con los pies hechos polvos, una resaca galopante, hambriento pero feliz  que una vez más, y como de costumbre, mis planes hayan sido un estrepitoso fracaso.

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