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Tranvía

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  El otro día iba en el tranvía al lado de la puerta trasera cuando de repente empecé a ver dos adolescentes  que colgados desde la pasarela de afuera no paraban de reírse mientras otro amigo adentro los jaleaba entre aplausos y risas, celebrando la hazaña de haberse colado sin pagar un centavo y sobre todo, de haber logrado subir una de las cuestas más empinadas de la ciudad. El señor amargado de 56 años que soy ahora estaba a punto de decirle al conductor que parara, que era un riesgo para la seguridad de los chicos y una falta de consideración para los que habíamos pagado el billete sin embargo, el alocado joven de veinte años que fui me paró en seco. Si a los quince años, viviendo en una ciudad con tranvía no se hace eso, ¿cuándo? A esa edad hay que desparramar y punto. Recordé cómo durante mi adolescencia más de una vez me tocó viajar en la puerta de un autobús atestado de gente mientras el chofer me decía, “Maecillo agárrase duro, no se me vaya a caer porque es una torta...

Y de repente la infancia

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  Dicen por ahí que conforme nos vamos haciendo mayores, la infancia –ese paraíso perdido, del que dejamos de acordarnos en nuestra juventud-  se nos torna cada vez más y más cercano, quizá como una forma de perpetuar la memoria de nuestros padres cuando no están o como nostalgia inevitable de saber que estamos más cerca de irnos de este mundo, y la niñez casi siempre representa un refugio seguro. El otro día, sin venir a cuento, de pronto empecé a recordar cómo con tres años me encantaba cuando Tere, la señora que ayudaba en casa, lavaba las ventanas. Yo me acercaba a la habitación de mis padres y desde dentro le suplicaba que apuntara la manguera a los cristales. Riéndose ella lo hacía y yo aplaudía,  me sentía inmensamente feliz al ver los mini “arco iris” que se formaban al paso de la luz. Recordar que fui ese niño al que algo tan sencillo volvía loco de contento me hace querer volver a recuperar la magia de las pequeñas  cosas, re-descubrir que son esos diminuto...

Los muchachos

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1958 fue un gran año para aquellos chicos. Con 17 años recién cumplidos terminaban la segundaria e iniciaban su vida en el mundo de adultos, los más pudientes se irían a estudiar a Estados Unidos, o México -que en ese entonces era lo más “Inn”- y regresarían cinco años después hechos unos profesionales, listos para brillar en los círculos más selectos de la sociedad josefina. Sin embargo, a la gran mayoría no le quedaba más remedio que hacer algunos cursos de contabilidad, taquigrafía y mecanografía en alguna de las escuelas de comercio que estaban tan de moda, y lanzarse de lleno a la vida laboral, entre ésos estaba mi viejo. En ese año esos muchachos prometieron ser amigos para siempre, mantener el contacto y, pasara lo que pasara, verse al menos una vez al año para celebrar que habían tenido la gran suerte de conocerse. Cumplieron su palabra, nunca se separaron y jamás dejaron de pasarla en grande cuando se veían como atestiguan las fotos de esos encuentros que registran cada uno ...

El último verano

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  Ese verano mi hermana anunció que había reservado una habitación de hotel y que nos iríamos a recorrer las playas del litoral Pacífico de Costa Rica. Mis viejos estaban pletóricos porque tenían mucho de no salir y porque yo los acompañaría, tenían dos años de no verme que en una época en la que las videollamadas eran ciencia ficción significaba toda una eternidad.  En aquel viaje mi madre pasó cantándome la canción “Corazón contento” mientras emocionada me tomaba de la mano porque decía que era un sueño volver a verme, hacía dos años me había ido a estudiar a España y ella desde el primer momento supo que no volvería nunca más, ese viaje sorpresivo le había cambiado la vida. Estaba tan encantada que a la primera parada se compró un sombrero rosa solo para celebrar. Por última vez volvimos a dormir los cinco en una habitación cómo cuando éramos niños, volvimos con las discusiones eternas de quien se dejaba la cama mejor situada o quien sería el primero en ducharse tras un día...

Madre 8.0

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  Cuando salí del armario hace muchos años -la mejor decisión de mi vida- mi vieja se descargó la versión actualizada del Programa Madre 8.0 y se puso al día en todo lo relacionado con el mundo de la diversidad, se veía cuanto programa de televisión había sobre el tema, se leía artículos de periódicos y me comía la cabeza con mil preguntas - las  indiscretas eran su especialidad-  sobre todo lo habido por haber del mundo LGTB. Pasó de ser una contabilista jubilada a una militante que vivió indignada una campaña electoral porque estaban atacando a gente trans –“Si los pobres trabajan en la calle y nadie los defiende.Gentuza son los políticos ésos”-. Nunca me sentí más orgulloso de ella más agradecido con el Universo por haber salido del armario porque así pude confirmar el portento de madre, y de familia, que la vida me había dado. Por supuesto qué junto a esa militancia recién inaugurada -y aclarada esa parte de mi vida- mi vieja le declaró la guerra a mi soltería. Se p...

Un tipo fantástico

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Hace unos años estaba enfrascado en una discusión con mi viejo sobre nuestro tema recurrente, es decir de por qué yo le ¨robaba” todos sus calcetines cuando de pronto se empezó a reír, diciéndome que se le había venido a la memoria la imagen mía de cuando yo tenía seis meses “awwwg te mordías los piecitos…eras lo más hermoso del mundo”. Por supuesto que aquello fue el fin de nuestra “discusión” y no me quedó más remedio que abrazarlo como tanto le gustaba. Con el tiempo he pensado que aquella frase a lo mejor resumía como me había visto mi viejo a lo largo del tiempo, como si yo fuera un prodigio de la naturaleza, todo lo que yo hacía estaba bien, le encantaba mi vida, mi trabajo, mis amigos tenía en mí una esperanza a prueba de balas, daba igual que no tuviera trabajo, que mi cuenta en el banco estuviera en números rojos…tratándose de mí todo estaba bien.  Mi vieja solía decir que ella me amaba pero lo que mi padre sentía por mí era difícil de superar, tanto que el día en que se f...

Papá esta aquí

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Nadie me advirtió que tras la angioplastia iba a tener unos dolores terribles en las ingles, por dónde te habían introducido el catéter. Dolor seco, punzante, que como aguijón de escorpión clavado podría hacerte llorar del dolor horas de horas. Fue a los tres días de la intervención que comencé a sentir esa molestia tan terrible que te hacía olvidar de sopetón que habías tenido un infarto y que habías estado a punto de irte al otro barrio como bien certificaban cardiólogos y especialistas que te miraban sorprendidos de que aún estuvieras con vida, que tuvieras suficientes energías para quejarte de aquel dolor insoportable. Venía de repente, en mitad de la madrugada, cuando estabas profundamente dormido. Sentías ese pinchazo imposible de calmar con cualquier analgésico pero no con la presencia de mi viejo que durante todo ese período se mantuvo vigilante cada noche. A la primera queja, fuera la hora que fuera, corría raudo a mi habitación, a preguntarme cómo estaba, a ver si podía hacer...