Papá esta aquí

Nadie me advirtió que tras la angioplastia iba a tener unos dolores terribles en las ingles, por dónde te habían introducido el catéter. Dolor seco, punzante, que como aguijón de escorpión clavado podría hacerte llorar del dolor horas de horas. Fue a los tres días de la intervención que comencé a sentir esa molestia tan terrible que te hacía olvidar de sopetón que habías tenido un infarto y que habías estado a punto de irte al otro barrio como bien certificaban cardiólogos y especialistas que te miraban sorprendidos de que aún estuvieras con vida, que tuvieras suficientes energías para quejarte de aquel dolor insoportable.

Venía de repente, en mitad de la madrugada, cuando estabas profundamente dormido. Sentías ese pinchazo imposible de calmar con cualquier analgésico pero no con la presencia de mi viejo que durante todo ese período se mantuvo vigilante cada noche. A la primera queja, fuera la hora que fuera, corría raudo a mi habitación, a preguntarme cómo estaba, a ver si podía hacer algo para hacerme dormir en paz.

Llegaba, se sentaba al pie de la cama, me ponía su mano en la pierna mientras me decía con voz calma: “tranquilo, duerme tranquilo, que Papá está aquí”. Entonces yo iba cerrando los ojos con la imagen de mi viejo, la eterna estampa de la tranquilidad, la proclama constante del “todo va a ir bien”, la reivindicación de la esperanza… y me quedaba profundamente dormido.

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