Los muchachos

1958 fue un gran año para aquellos chicos. Con 17 años recién cumplidos terminaban la segundaria e iniciaban su vida en el mundo de adultos, los más pudientes se irían a estudiar a Estados Unidos, o México -que en ese entonces era lo más “Inn”- y regresarían cinco años después hechos unos profesionales, listos para brillar en los círculos más selectos de la sociedad josefina. Sin embargo, a la gran mayoría no le quedaba más remedio que hacer algunos cursos de contabilidad, taquigrafía y mecanografía en alguna de las escuelas de comercio que estaban tan de moda, y lanzarse de lleno a la vida laboral, entre ésos estaba mi viejo.

En ese año esos muchachos prometieron ser amigos para siempre, mantener el contacto y, pasara lo que pasara, verse al menos una vez al año para celebrar que habían tenido la gran suerte de conocerse. Cumplieron su palabra, nunca se separaron y jamás dejaron de pasarla en grande cuando se veían como atestiguan las fotos de esos encuentros que registran cada uno de esos momentos, cada vez más canosos y barrigones pero siempre felices de verse.

En el 2008 celebraron a lo grande los cincuenta años de graduación, la fiesta de los “Sobrevivientes” como la llamaron, según mi padre fue el fiestón de la vida: comilona, traguitos y hasta entrega de diplomas y trofeos; no todos los días se celebran cinco décadas de haberse graduado del colegio y mucho menos de ser amigos que nunca dejaron de compartir sus vidas.

Poco a poco aquellos muchachos empezaron a despedirse de este mundo, cada vez eran menos en las reuniones o los que participaban en las tertulias vía email. Desconozco si queda alguien que siga enviando emails semanales contando las últimas novedades de esos muchachos pero lo que sé es que fueron grandes, fueron felices…como testigo de esa época dorada en la que la vida era promesa e ilusión queda ese trofeo que mi padre colocó en lugar de honor en su oficina.
Sigue donde mi viejo lo dejó, como recuerdo de esa amistad que sobrevivió a todo, como homenaje a la vida.

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