Viajeros

Entonces era una aventura ir al aeropuerto. Se iba no solo a ver los aviones sino a los viajeros, sobre todo a los que llegaban y que por un instante se transformaban en una especie de héroes venidos de otros mundos que volvían a la patria cansados pero con mil aventuras que contar. En ese entonces solo había tres clases de viajeros: los que venían de Estados Unidos, los de México y los del resto del mundo que a nadie interesaban: Europa quedaba demasiado lejos, América del Sur no estaba de moda y nadie con dos dedos de frente se iba hasta China de vacaciones. A simple vista era muy fácil reconocer a los viajeros, los de Estados Unidos llegaban con veinte maletas, con osos de peluches de un metro e impolutos, estrenando zapatillas de marca blanquísimas, con aires de "ni te atrevas a mirarme que me he subido en un avión" y casi siempre mezclando castellano con alguna palabra en inglés para que se notaran que habían estado en la Yunai. Los de México por su parte llegaban con sombreros de charro -los más atrevidos con ponchos- con bolsas en las que era posible adivinar mil marcas de tequila, con caras de haberse corrido la juerga de sus vidas y diciendo mucho "órales" para dejar claro que habían sido los reyes de la noche chilanga por una semana.  Afuera estábamos los que nunca viajábamos pero que soñábamos viendo el trajín de pasajeros y pensando que algún día nos tocaría estar ahí en mitad de los abrazos, contando que habíamos visto lo nunca visto. 

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