Perdón abuela

Muchas veces me despedí de mi abuela. Quizá unas diez o quince veces y siempre la parte más difícil de cada viaje ese momento en que nos abrazábamos con la promesa de vernos pronto. Siempre era el mismo ritual, yo con lagrimones y ella dándome ánimos como lo había hecho toda la vida -aquí todos vamos a estar muy bien, porque estamos juntos, el que tiene que cuidarse es usted, que está solito allá- pero esa última vez fue diferente no solo porque ya no se levantaba de la cama y no me soltaba de la mano sino porque me suplicó que esa noche durmiera en su casa porque tenía mucho miedo. Nunca en mi vida la había escuchado decir eso, ella valiente de toda la vida, a la que casi no le gustaba llorar,  estaba asustada porque sentía que en cualquier momento se iría de este mundo y cuando eso pasara quería hacerlo rodeada de sus hijos y nietos.  Desconozco la razón porque esa noche no me quedé en su casa pero por más que lo pienso no puedo encontrar nada que fuera más importante que ese último favor que me pidió la que había sido el gran amor de mi vida.

Tres meses después de ese día recibí llamada de mi padre diciéndome que esa mañana mi abuela se había ido para siempre.

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