A los doce años lo más importante del mundo es la opinión de los demás y por eso pasaba horas pensando cuál sería el momento más adecuado para dejar de darle la mano a mis padres y mi familia cada vez que salíamos a la calle, francamente quedaba raro que un chaval de mi edad anduviera por ahí agarrado de la mano de sus viejos, podrían pensar que uno era un consentido de miedo, un "mamitas" como se solía decir en aquella época y eso era lo peor del mundo mundial, había que proyectar la imagen de un chico "normal". Un día de tantos dejé de darles la mano, de caminar intencionalmente delante de ellos o detrás, y de no ser tan pegado como había sido con mis viejos, mis hermanas, mi abuela, mis tíos y tías.
Durante algunos años me mantuve fiel a mi decisión para no escandalizar a nadie hasta que un día me desperté pensando en que era una soberana tontería, que me sobraba la opinión de los demás y que mal me iría en la vida si tenía que renunciar a las cosas que más me gustaban por quedar bien con gente que me importaba menos cero. Así que recobré la sana costumbre de volver a ser yo mismo, a caminar de la mano con los que quería, a estampar besos cuando me diera la regalada gana -y a quien quisiera- a fundirme en abrazos y a decirle a la gente que los quería mucho, más de lo que imaginaban.
Esa fue mi pequeña rebelión.
martes, 21 de mayo de 2019
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