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Venirse arriba

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  Aquella vez antes de subir al avión que me llevaría a Israel me autoregañé preventivamente – como suelo hacer siempre antes de cualquier actividad social importante- estaba yendo a un congreso en representación de mi comunidad en Madrid por lo que tenía que ser formalito, discreto, lo más protocolario posible en mis interacciones con los demás, evitar las grandes demostraciones de afecto, y sobre todo destacar por el saber estar. En realidad no me estaba diciendome nada nuevo porque desde que me empecé a sentir mayor mi espontaneidad en acontecimientos especiales, la reduje a mínimos,  totalmente super controlada y vigilada, no como cuando tenía 20 años que era proclive a dar rienda suelta a mi yo con carcajadas estruendosas, queriendo hablar a todo el mundo, y siendo el primero apuntarse a la pachanga si la música se ponía buena. Mi misión era sencillamente ser un tipo serio y formal. Llegué con firme propósito de no dar el brazo torcer a mí mismo pero empezó a quebrantarse...

El galán

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Allá por los años 90 mi colega periodista Silvia Cabezas decidió  que yo tenía porte suficiente para ser modelo del suplemento de modas del periódico en el que trabajábamos. Así que en algunas ocasiones me pedía mi colaboración y yo más que encantado de prestar mi despampanante e impresionante y maravillosa presencia física para ilustrar un medio de circulación nacional; era muy bueno para la egoteca estar haciendo poses frente a un fotógrafo profesional a la vista de todos los trausentes que se quedan mirando con intriga quién era ese tipo de gafas. Por supuesto, como todos mis intentos de ser famoso, aquello pasó sin pena ni gloria: ninguna agencia publicitaria me descubrió y fuera de Silvia, nadie me pidió modelar ni siquiera unos calcetines. Sin embargo, la persona más inesperada del mundo casi se va de espaldas cuando me vió en uno de los reportajes de moda, la hermana de mi abuela materna, Tia Merce, que no solo salió corriendo a comprar los ejemplares que pudo para distribui...

Mi secreto

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Siempre he sido un enamorado de las puestas de sol, a tal punto que siendo estudiante universitario en Costa Rica cuando se acercaba la hora salía corriendo de las clases para subir hasta la terraza del Edificio de Generales que tenía una ubicación privilegiada. Subía a todo correr y durante unos 10 minutos, me quedaba extasiado mirando ese espectáculo tan cotidiano pero mágico para luego volver a clases sintiéndome completamente renovado; fue mi secreto de universitario y nunca le dije nadie por qué justo a la hora del atardecer salía pitando. Cuando viví en Israel –que para mí tiene las mejores puestas de sol del mundo - pude retomar esa costumbre diaria gracias a que por un tiempo viví en un estudio que estaba en un sexto piso y que tenía una terraza enorme con una vista impresionante. Si estaba fuera de casa pegaba carrera y llegaba justo a tiempo para abrir una botella de vino, poner música y estar largo rato admirando la tremenda belleza de una puesta de Sol en Medio Oriente. Mes...

Instantes

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Mi abuelo Mario adoraba la música clásica. A cualquier hora del día era fácil encontrarlo con su radio de transitores escuchando uan estación de radio que se dedicaba exclusivamente al género. Cuando la escuchaba parecía desconectarse de este mundo y volar a otro universo. De vez en cuando movía la cabeza siguiendo el ritmo o sino con su bastón, moviéndolo lentamente al compás de cualquier sinfonía. Cuando llegaba a mi casa siempre hacía lo mismo: tomaba posesión de su butaca preferida, al lado mío, y me pedía “complacencias” – lo de la música clásica era “mal de familia” porque en casa solíamos tener bastante "hits" de siglos pasados- casi siempre:  Carnaval de Camille Saint Saëns, la Novena Sinfonía de Bethoveen o la Obertura 1812 de Tchaikovsky, su preferida.  Sonreía al escucharla y siempre me contaba que había sido escrita con toda la intención que los cañones que se escuchan fueran de cañones de verdad -¿se imagina qué bonito?- me miraba con dulzura mientras decía “¡Ay ...

El maripepino

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Como yo quería muchísimo –y a la quiero- a mi compañera de aquel periódico y andaba deprimida por su “eterno” proceso de divorcio que entre pleitos por las pensiones alimenticias de los hijos y por la división de bienes parecía nunca acabar, decidí que para su cumpleaños le iba regalar algo que la hiciera reír mucho y que la sacara de esa gris realidad en la que estaba sumergida así que mi sorpresa fue un maripepino, como por aquella época se le decía a los strippers masculinos en honor a una famosa vedette española, Maripepa que a finales de los 80 había hecho estragos en el país. Mi compañera se había casado jovencísima y había sido madre antes de cumplir los veinte y siempre contaba que durante mucho tiempo había aguantado continuas infidelidades del músico de su marido, hasta que un día acompañandolo en una de sus giras, embarazada de su tercer hijo y sentada en la parte de carga de la camioneta junto a todos los instrumentos porque su marido estaba de “conversona” en la parte dela...

Rebelión

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Cómo no suelo plantarme y suelo rehuir del conflicto siempre celebro cuando me amarro los pantalones y mando a la gente a freír churros como en mi primer trabajo: tenía el jefe más gritón del mundo, se pasaba el día gritándome y si por ejemplo si en un texto se me había olvidado poner una come el hombre hiperventilaba, golpeaba su escritorio y perdía el control. Su mal carácter era mítico en la escena nacional, se contaba que siendo viceministro en un ataque de rabia había cogido a patadas la puerta de su despacho.  Aguanté estoicamente durante meses, y creo que al final hasta empecé a hablarle a gritos porque no paraba, de feria como yo salía a las cuatro de la tarde para llegar a tiempo a la Universidad a las 3:50pm me llamaba a su despacho para perdirme cosas absurdas que evidentemente podían esperar un día. Al final, con la secretaria y el mensajero tuve que idear una estrategia para irme en paz, dejaba el dejaba el maletín en recepción y siempre alguno de los dos se acercaba p...

La mirada

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Mi tío había muerto trágicamente ese día y como de costumbre en la familia, todos corrimos a refugiarnos en el lugar más seguro del mundo: la casa de mi abuela. En momentos de tormenta era el lugar perfecto para guarecer y esperar a que el sol volviese a salir. La gente iba y venía en medio de la atmósfera más gris que hasta ese momento había vivido y era imposible no sentirse embargado por la tristeza, por el dolor por la pérdida de Tío German que al menos para mí, siempre había sido sinónimo de optimismo, diversión y de un raudal de alegría que convertía cualquier lunes en un sábado.  Durante todo el día yo había estado aguantado estoicamente las ganas de llorar hasta que –como suele pasarme siempre- las lágrimas me comenzaron a brotar sin parar y cómo nunca he podido llorar en público, salí a toda prisa hasta el corredor a sentarme en una de las bancas para desahogarme con tranquilidad sin que nadie me viera cuando de pronto apareció mi abuela en la puerta para preguntarme qué e...