Durante la segundaria mi mejor amiga fue Laura. Era la adolescente más rara que uno se podía encontrar porque su padre había sido uno de los fundadores del Partido Comunista de Costa Rica -por esa época tendría unos 70 años- y a los doce años la habían mandado de intercambio a Moscú en un programa de pioneros, medio hablaba ruso y en una sociedad hiper religiosa con toda la normalidad del mundo se declaraba públicamente atea.
La química había sido inmediata, a pesar de que yo por aquella época era muy piadoso y, entre otras cosas, respetaba estrictamente mis tres horarios de oración y dedicaba horas leyendo la Biblia –cuando lo cuento la gente nunca me cree- a mí me encantaba su sentido del humor y sobre todo de que de vez en cuando corrigiera al profesor de Estudios Sociales cuando nos hablaba de materialismo histórico (mi colegio estaba lleno de “chancletudos” recién licenciados, como les dirían en Costa Rica) y ella levantaba la mano y le decía “Profe, eso lo decía Trosky no Lenin ”; la clase se quedaba en silencio mientras yo mentalmente aplaudía.
Al final nos hicimos inseparables y al poco tiempo se nos unieron Bernal, al que eternamente le hacían bulling por ser de familia indígena – le había cogido manía a toda la clase menos a nosotros- y Magaly que todo se lo tomaba a broma incluso el día de su boda a los pocos meses de salir del Cole: su vieja pasó regañándola para que no se olvidara de que ella era la novia y atendiera a los invitados en lugar de estar sentada con nosotros despatarrada, contando chistes y riéndose a carcajada limpia.
Mi amistad con Laura había surgido de la forma más imprevista posible: el primer día de clase por intentar sentarme en el muro en el que estaban todos los compañeros se me rompió el pantalón por detrás el de arriba abajo. Laura estaba al lado mío, no nos habíamos hablado todavía y en treinta segundos se quitó el jersey que llevaba puesto, me lo amarró a la cintura y me dijo algo como “tranquilo, no ha pasado nada, mañana me lo trae”.
Uña y carne durante tres años.
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