Había estado tres meses antes en Israel…probablemente si alguien me hubiese propuesto ir a pasar un Shabat en un Kibutz al sur de Israel o ir a un concierto de música en pleno desierto lo habría aceptado sin pensarlo. Era un plan perfecto y la típica propuesta que ningún judío de la diáspora se perdería.
Un cambio de planes de los organizadores del seminario al que asistía, un
retraso de un trimestre en los planes y el ofrecimiento de alguien para romper
la rutina y celebrar un shabat diferente me habrían colocado en el escenario de
una tragedia: si hubiese tenido mucha suerte me habrían matado ese fatídico 7
de octubre y si hubiera la peor de la suerte habría caído en manos de Hamas y
estaría secuestrado.
Una
tragedia demasiado cercana, muy cercana.
Si a eso le agregas que probablemente coincidiste con alguna de las víctimas del
7-O en algún Kabalat Shabat de la Sinagoga de Tel Aviv, o que fue el nieto de alguno de los abuelos con los que viví en el
edificio de Ramle,y que siempre me trataron con mucho cariño –Israel es un mini
país en el que pareciera que todo el mundo es primo hermano- el sentimiento de
cercanía con la tragedia es demoledor y como todos los periodistas bien sabemos,
la proximidad es un valor para medir el impacto de un acontecimiento en la vida
de alguien.
Los del otro lado, como les digo yo, pareciera que tienen el apoyo vehemente y sin fisuras de la sociedad occidental -sin ninguna duda lo que están viviendo es una tragedia- pero mis muerticos y secuestrados no y su cruel destino me pilla demasiado cerca como para hacerme el indiferente.
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