Nunca se imaginaron los compañeros de trabajo de mi madre que celebrarle el cumpleaños allá por 1978 en la oficina y regalarle un libro de Norman Vincent Peale –era su escritor de cabecera- le haría tanta ilusión. Ese día mi vieja llegó a casa feliz, y después de cenar nos leyó emocionada las dedicatorias de la tarjeta, tanta palabra de cariño le había llegado al alma, a lo mejor porque el año anterior había sido un período muy complicado en su vida y aquello eran claras muestras de que se había integrado perfectamente al equipo, de que sus compañeros la querían, de que profesionalmente se estaba asentando y que sin lugar a dudas, los tiempos mejores estaban llegando.
El año pasado revisando sobres en la biblioteca de la habitación me encontré con esa y otras tarjetas, que haya sobrevivido a la tendencia de mi vieja de cada cierto tiempo tirar cosas viejas –fuera ropa, papeles, adornos- era una señal inequívoca de lo mucho que había representado esa tarjeta. Me senté en la cama y volví a leerlas, me la imaginé ese 1 de septiembre de 1978 leyéndola en la mesa frente a nosotros y abriendo el libro con mucho cariño, como si fuera una joya.
Qué razón tenía Serrat cuando cantaba aquello de:
“Son aquellas pequeñas cosa/Que nos dejó un tiempo de rosas/En un rincón/En un papel/O en un cajón”
Más de 45 años después, aquella tarjeta amarilla me permitió volver a evocar una escena cotidiana que tenía en el olvido, el recuerdo de esos días en que todo era promesa.
En fin sirva esto para desearle Feliz Cumpleaños a esa adorable y divertida señora que tuve como madre.
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