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Millonaria

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Durante los últimos meses de vida de mi vieja a menudo me repetía que no me preocupara por el tema monetario porque ella tenía “ahorros”, lo decía con total aplomo, con la seguridad de quien tiene una inmensa fortuna y que podría felizmente vivir sin preocupación alguna, “así que tranquilo, no se preocupe que en alguna forma tiramos para adelante”. Días después de que falleciera, al cerrar su cuenta bancaria descubrimos que sus “riquezas” no llegaban ni siquiera a modestas, eran una suma mínima que había ahorrado a lo largo del tiempo de lo poco que le sobraba de su pensión…era poquísimo dinero pero ella se sentía millonaria. Con el tiempo he llegado a la conclusión que esa actitud la mantuvo a lo largo de su vida, solía repetir que el dinero no era problema, que mientras se tuviera salud y trabajo había mil formas de llegar a fin de mes, quizá por eso nunca la escuché quejarse por la economía familiar. Sin dudarlo, esa actitud de mi madre fue la gran salvación en época de vacas flacas

Perdonar

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Por un conjunto de malas decisiones en varios aspectos de su vida, allá por 1977, mi padre perdió su trabajo y estaba a punto de perder su matrimonio. Por aquel entonces yo tenía 11 años y me daba cuenta que las cosas iban francamente mal por que veía a mi vieja agobiada, a mi padre derrotado y escuchaba más que nunca la palabra divorcio cada vez que llegaba alguna visita a casa. Yo tenía sentimientos divididos porque por un lado entendía por lo que estaba pasando mi viejo pero por otro estaba furioso con él porque de zopetón mi mundo estaba a punto de cambiar. Fue por ese entonces que mi madre nos llamó a la cocina a mí y a mis hermanas para decirnos que no teníamos que estar enfadados con él, que era un ser humano y como tal cometía errores y que a lo mejor nosotros de adultos cometeríamos los mismos y que al contrario,  teníamos que amarlo más que nunca, estar cerca de él y tener presente lo más importante para él éramos nosotros. Además, nos decía que estuviéramos tranquilos porque

Barbie y Ken

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Ser el único chico del barrio que tenía un Ken me trajo una inusitada fama  entre las niñas que no paraban de invitarme a jugar con ellas,  y el escarnio de los energúmenos  mini machos alfas del barrio para los para divertirse solo existían la mejenga (fútbol), bicicleta o pasear por el barrio haciendo gamberradas fuera de eso cualquier pasatiempo que uno tuviera, como leer y jugar con el Lego, se consideraba sospechoso, poco de hombres. La verdad yo lo que quería era una figura de acción como el Madelman o Big Jim pero como en Costa Rica la moda de figuras de acción llegó con bastante retraso no me quedó más remedio que, con un dinero que mi abuela me había dado, comprarme al marido de la Barbie, no tenía manos articuladas y era bastante soso pero me servía para jugar de misiones con una figura de el indio Jerónimo y su caballo que me tía de Estados Unidos me había enviado. A falta de referentes y de cultura general en el barrio se corrió la voz que yo jugaba con Barbies. Lo que na

Crecer

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Crecer me sentó fatal, me vino mal pegar el estirón a los doce años porque de la noche a la mañana tuve que amoldarme a una dimensión desconocida, a ser un niño atrapado en el cuerpo de un adolescente. A los doce años yo solo quería pasar las tardes de verano correteando libre por el barrio, jugando a policías y ladrones, al escondido, al frío-caliente o pasar la tarde con mis aviones o con las naves de Star Wars que de un amigo mío y con el Landspeeder que yo me había comprado a pagos junto con una figurita de Luke Skywalker. De sopetón todo eso se terminó porque, entre otras cosas, mis amiguitos de barrio por esa época tenían ocho y diez años y mi “estirón” nos había separado abruptamente. Los primeros en hacérmelo notar fueron los obreros de construcción que abundaban en aquella época en la el barrio que vivía un verdadero boom de la construcción. Yo pasaba raudo y feliz corriendo con mis amigos y de pronto escuchaba chiflidos, insultos y comentarios absurdos de albañiles y carpinte

Dulce Caos

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En casa reinaba el cariño pero también el orden y la disciplina, los horarios se cumplían a raja tabla: se levantaba a las 7am, o antes - los fines de semana un poco más tarde- se almorzaba al mediodía en punto, justo cuando ponían El Ave María en Radio Reloj, la siesta de una a dos, el café merienda a las tres, la cena a las siete…a las nueve teníamos que estar con las oraciones hechas y en cama, leyendo o contando ovejas. No había mucho margen para la improvisación salvo en los feriados cuando ese protocolo familiar se relajaba un poco. La antípodas era la casa de mi abuela en la que regía un dulce caos, la única solución en un hogar en el que, en ese entonces, vivían cuatro hijos varones veinteañeros solteros que se pasaban el tiempo entrando y saliendo a deshoras, nunca se sabía a ciencia cierta cuando iban aparecer así que la hora de las comidas dependía básicamente del hambre que tuviera ella o los nietos que la estuvieran visitando. Cualquier día de entresemana a las diez de la

De momento

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  Una de las profesoras de hebreo que tuve en Israel -una señora ultraortodoxa absolutamente maravillosa- nos prohibió terminatemente decir que “No hablábamos hebreo” sin agregar un “de momento”. Decía que si no lo hacíamos daba la impresión que nos habíamos rendido, que estábamos convencidos que por más que estudiáramos JAMÁS en la vida hablaríamos el idioma y si de algo estaba seguda ella era que con un poco de paciencia tarde o temprano hablaríamos hebreo. A menudo he pensado que eso podría aplicarse a muchos aspectos de nuestra vida. Detrás de ese “De momento” hay una puerta la esperanza, una invitación al optimismo y a la absoluta certeza que nuestra vida va a mejor. De momento no tengo dinero (pero sé que el dinero viene y va), de momento me siento triste (pero volveré a sonreír pronto), de momento estoy enfermo (pero sé que con paciencia voy a mejorar), de momento no tengo a nadie en mi vida (pero sé que el amor tarde o temprano vendrá), de momento no tengo trabajo (pero sé que

Duendes

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Poco importaba lo largo del viaje si sabía que al final estarían ellos esperándome. La emoción comenzaba justo a mitad del vuelo, entre el cansancio y soponcio que siempre producen en mí los vuelos trasatlánticos me imaginaba lo que estarían haciendo mis viejos durante la mañana, probablemente mi madre se habría levantado a primera hora para poner en orden la casa -siempre decía que había que engalanarla porque con mi visita se iniciaban los días por los que ellos suspiraban todo el año-, se habría puesto a cocinar temprano y luego a acicalarse para que yo no la viera tan “viejilla” como solía decir. Mi viejo, por su parte, se habría levantado a primera hora para hacer la compra apenas abrieran los negocios, como de costumbre habría incluido una botellita de vino para brindar para cuando yo llegaba, y estaría unas dos horas antes de lo previsto listo para salir. Habrían almorzado tempranísimo para echarse una breve siesta y luego ilusionados salir rumbo al aeropuerto con alguna de mis