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Mostrando las entradas etiquetadas como Familia

Mi abuela y el Empire State

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La culpa de que me guste tanto el Empire State es de mi abuela. La vez que estuvo en Nueva York  llegó a mi pueblo revolucionada. Amante de la modernidad -solía criticar con vehemencia a todos los nostálgicos por el modo de vida de antaño "como se nota que nunca lavaron a mano, ni cocinaron con leña, ni caminaron largas distancias hasta el hospital cargando a un hijo enfermo"- vino encantada con todo lo que vio por allá, de lo fácil que era la vida doméstica con tanto electrodoméstico, con el metro a todas partes, con tiendas en las que se podía conseguir lo inimaginable pero sobre todo con el Empire State. Con folletos y fotografías en mano solía contarnos todas la sensaciones que vivió cuando estuvo frente a ese rascacielos, que para ella simbolizaba lo mejor del espíritu humano, las ganas de aspirar cada vez más alto y seguir adelante aún en las peores circunstancias.  De niño me gustaba sentarme con ella en la cocina y escuchar como era la vida en un lugar tan lejano y

Entrelazados

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Mis padres no pueden pasar cinco minutos juntos sin abrazarse. Da igual lo que estén haciendo: sus brazos se buscan, se entrelanzan al ritmo de un vieja sinfonía que dura ya más de cincuenta años. En el supermercado, en el parque, cuando miran la tele o están en Internet buscando remedios caseros y letras de boleros, siempre están el uno al lado de otro mirándose con ternura, haciéndose carantoñas y descifrando juntos los misterios cotidianos. Mi madre suele decir que en el tema de pareja no hay ninguna fórmula mágica más que las ganas de seguir juntos a pesar de la adversidad, de las dudas y las malas rachas. “Que en cinco décadas pasan muchas cosas – me dice mirándome fijamente a los ojos – y a veces se quiere tirar la toalla pero al final hay que dejarse de tonterías, apostar por la persona que uno tiene al lado y estar dispuesto a recomenzar todos los días, ¿Quién dijo que el amor era fácil? ” concluye, mientras acaricia pensativa las manos de mi padre.

La última carta

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En esta era de Internet, en la que los correos vienen y van, no hay que guardar cartas sino atesorarlas, como testimonio de una lejana época en las que la inmediatez no existía y las cartas de puño y letra reflejaban lo mejor (o lo peor) de cada uno. En un cajón tengo guardadas las pocas que he conservado, es lo malo de la vida pseudonómada que te obliga a irte desprendiendo de muchas pequeñas cosas igual que los árboles en otoño, que sin querer van diciendo adiós a sus hojas. Acabo de leer la última que recibí, del año 2006. Me la escribió una hermana de mi abuela que a sus 90 años y casi ciega, decidió contarme lo feliz que estaba con su vida porque a sus años seguía siendo independiente, le habían “puesto” un apartamento muy bonito en el barrio de toda su vida y podía ir al correo y salir a hacer sus compras sin que nadie la llevara, que era lo más le gustaba. En la carta, además, me envía un recorte de la vez en que yo salí en el periódico por si no lo tenía y me pide una foto pa

La cochina envidia

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Justo cuando enviar postales de viajes se había quedado demodé y podíamos vivir tranquilamente, sin pensar en lo bien que lo pasaban los demás durante sus vacaciones mientras nosotros nos asfixiábamos de calor en la ciudad, inventan Facebook, y con él la costumbre de que amigos y enemigos nos inunden  con miles de posts y vídeos de sus viajes y fiestas. Imposible no darse por enterado, sobre todo cuando te etiquetan o ponen pies de fotos del tipo “La pasamos tan ricamente que pensamos en ti” ( salta a la vista lo tristes que estaban ), “Aquí estamos en plena fiesta, solo faltas tú” ( haberme pagado el billete ). Mis padres no tienen Facebook pero sí teléfono, y para no quedarse atrás en esta moda han decidido llamarme cada vez que se la están pasando pipa. Da igual que sea verano o invierno, madrugada o la hora de la siesta, ellos con toda la tranquilidad del mundo mundial llaman para transmitir en directo el paseo que están haciendo a la playa o la visita a mi restaurante favorito.

Consejos

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Cada vez que la Negra, en teoría la asistenta de la casa pero en la práctica una más de la familia, contaba entre lagrimones el melodrama de su noviazgo, mi madre se enternecía y le aconsejaba durante horas. Su historia se resumía a la típica “chica ama chico pero chico ama a todas” y eso le rompía el corazón a ella que tenía el dormitorio empapelado con fotos de su galán, un tirillas pelirrojo con cara de no matar ni una mosca pero todo un don Juan a juzgar por las historias míticas que se contaban de él. Una y otra vez mi madre la aconsejaba que tuviera paciencia, que recordara que en esta vida todo se consigue a base de esfuerzo y que veces en la vida había que luchar con uñas y dientes por lo que uno quería. Ella asentía con la cabeza como niña obediente y mi vieja se daba por satisfecha, convencida de que le hacía un gran favor a la humanidad animando a una muchacha de pueblo a seguir por el buen camino del recato y a encontrar su sitio en la capital. Sin embargo todo cambió radic

La Negra

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La Negra le dijo a mi madre que de eso nada, que ella no se daba por despedida, que era parte de la familia, que hasta donde se sabía la familia estaba para las buenas y para las malas y que se quedaría junto a nosotros sin cobrar un duro, el tiempo que fuera necesario. Así fue como nuestra asistenta dio por zanjado el tema de su posible despedido. Días antes mis padres habían llegado a la conclusión que la economía familiar iba de mal en peor y que una asistenta era un lujo que ya no podíamos permitirnos, lo que no contaban era que La Negra – que en realidad era “color hormiga”, como ella solía decir – no se consideraba un lujo, sino parte de la familia. Y la verdad que tenía razón. Desde que llegó a nuestra casa se ganó el corazón de todos, no era muy buena limpiando y la plancha tampoco era lo suyo – perpetraba el planchado, lo quemaba todo – pero era cariñosa a raudales sobre todo con los chiquillos de la casa y tenía una alegría contagiosa. Era fácil verla cantando boleros de Anto

Mi madre y Facebook

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“¿Quién me mete a mi?” pensé mientras le explicaba a mis padres de que se trataba Facebook. Como llevaban meses escuchando hablar del tema en los periódicos y en todo lado tenían curiosidad en ver de cerca ese “invento” y saber si de verdad era tan revolucionario como todos decían. Así fue que me puse al frente del ordenador y abrí mi perfil para explicarles con todo el entusiasmo del mundo, como si fuese un vendedor de alfombras que quiere ganarse una jugosa comisión, las maravillas del Facebook. Mi padre, que a sus años se ha vuelto un apasionado por las nuevas tecnologías y por Internet, escuchaba con atención cada una de mis explicaciones y asentía con la cabeza cada frase mía, se notaba que estaba más que encantado y que la idea de entrar en contacto con sus colegas de antaño le parecía fenomenal. Por el contrario a mi madre, la sola idea de hacer pública parte de su vida privada le parecía la cosa más terrible por lo que, para no alargar la sesión y ponerse a cocinar cuanto ant

Las lágrimas de mi padre

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Mi padre llorando en el regazo de mi madre. A los once años, lo que menos se me hubiera ocurrido pensar es que mi padre, ese señor de bigote setentero y barriga de cuarentón, ese señor tan serio al que todos los días veía con traje y corbata que le daban un aire ejecutivo triunfal de anuncio de la tele, pudiera llorar como un niño, pero ahí estaba, llorando en la penumbra mientras su mujer le acariciaba el pelo y le susurraba algo inaudible, pero que parecía calmarlo. La escena me impresionó no solo por lo insólito, a los ojos de un niño, sino porque significaba un remanso de paz en los últimos meses, en los que la vida familiar parecía complicarse cada vez más. A que mis padres estaban pasando una mala racha entre ellos había que sumarle que mi padre acababa de perder su trabajo de toda la vida y las deudas familiares no paraban de acumularse, al punto que ya nos habían anunciado que tendríamos que mudarnos a un barrio más modesto. Es decir, que estaba a punto de perder a mis amigos d

Todo un hombre

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Sábado por la tarde. Hora de la siesta. Visitas en casa. Yo con doce años recién cumplidos. Estoy en el baño cuando de repente descubro que en las partes nobles, muy cerca de la “colita” –como decían en la Escuela- tengo un minúsculo, diminuto e insignificante vello. Días antes había leído en Selecciones del Reader's Digest –que no podía faltar en cualquier familia respetable de mi pueblo – sobre pelos y tumores horribles, de esos que con solo verlos lo matan a uno. Contengo la respiración, el corazón me palpita con intensidad y empiezo a sudar frío. De repente grito: “Mamaaaaaá”, como corresponde ante cualquier situación de pánico, y de inmediato con los pantalones en la rodilla me planto en el salón a esperar el diagnóstico de mi vieja enfrente de mis hermanas, de la asistenta y de los invitados. Mi acongojada madre se pone las gafas y analiza detenidamente mientras el estimable público –menos mis queridas hermanas, claro está - se hace el “desentendido” mirando por ejemplo, l

Adiós princesa

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En memoria de Elizabeth Méndez 1941-2010 A Elizabeth le encantaba leer el Hola. Podía pasar horas completas enterándose de la vida y milagros de la realeza europea. Al nacer, sus padres le habían puesto nombre de princesa, pero ella a los pocos años descubrió que lo suyo no eran las coronas ni las cenas de gala, sino la escoba, la fregona y la monótona existencia de quien debe dedicarse a cuidar de los demás. Tuvo que resignarse a ver en fotos cómo otros se la pasaban en grande y vivían la vida, una vida que para ella siempre tuvo algo de amargura. Lentamente, para que le rindiera ese mundo de sueños, Elizabeth leía y repasaba las crónicas de sociedad y veía en las páginas de la revista el ir y venir de las princesas, mientras su vida seguía igual. Grace Kelly, la reina Sofía, Carolina de Mónaco, Lady D y Letizia exhibían sus penas y alegrías mientras Elizabeth, ama de casa y madre soltera, preparaba la comida, cuidaba a los padres enfermos, se curaba de desamores y en sus escasos rato

La foto de Kennedy

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A los cinco años tenía la mente hecha un lío. Cada vez que abría el álbum de fotos familiar en la primera página aparecía ese señor, vestido de traje y corbata, y eternamente sonriente. A simple vista parecía que en la vida le iba bastante bien aunque mi madre un día me contó que llevaba casi diez años muerto y que lo había matado un señor “muy pero que muy malo”. Posiblemente por envidia, pensaba yo, porque además de bien parecido el señor ese tenía cara de ser el más bueno del mundo mundial. La verdad que la presencia de aquel señor me intrigaba profundamente sobre todo porque no siendo familia se había ganado el honor de estar al lado de mis abuelos, padres y de toda la manada de parientes que teníamos en ese entonces y que por fortuna seguimos teniendo. La confusión aumentaba cuando me decían que ese señor había sido presidente de Estados Unidos y que se llamaba John F. Kennedy. ¿Qué hacía un muerto, de un país lejano, con un apellido tan raro en la primera página del álbum, justo

¿Que cómo llego a fin de mes?

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Básicamente, recordando mi infancia. Tendría no más de diez años cuando mi padre se quedó en paro y mi madre no tuvo más remedio que hacer algunos recortes presupuestarios en la economía familiar y eliminar algunos «lujos». Por ejemplo, con orgullo puedo decir que fuimos los primeros vegetarianos de Costa Rica, porque como la carne estaba por las nubes, se decidió por decreto materno que era «malísima» para la salud y que lo mejor eran las legumbres. Con el mismo sacrosanto criterio, quedó prohibido ir a restaurantes, «¡sabrá Dios las cosas que ponen!», e ir de vacaciones «¡con la de accidentes que ocurren!». Así, con esas mentirillas blancas que nos hacían creer que por estar sin pelas no nos privábamos de las cosas buenas de la vida , nuestra familia llegaba a fin de mes. En este punto habría que decir, en honor a la verdad, que también ayudaban mucho los préstamos y las visitas a la casa de empeños. Durante una época vivíamos en la Casa de los Espíritus: las cosas de valor desapare

Bombero de los de antes

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Mi padre siempre se muere de risa cada vez que le cuento que desde unos años para acá los bomberos se han transformado en objeto erótico y que exhiben sus carnes en revistas y calendarios. Lógico, él fue bombero voluntario durante más veinticinco años y jamás sospechó que esa profesión de típico “pringado” en aquella época tuviera el más mínimo glamour, estaban lejos de ser los superatletas de hoy, se consideraba un trabajo como cualquier otro en el que solo había que ser un poco más valiente que el resto de los mortales para lanzarse a las llamas. “Valiente y un poco loco” explica mi madre que nunca estuvo muy convencida que mi padre dedicara su tiempo libre a un pasatiempo tan peligroso mientras que los maridos se sus amigas dedicaban el tiempo libre a ver la tele, a lavar el coche o hacer bricolaje. Era ilógico pero acabó por acostumbrarse a ver a mi padre saliendo a horas intempestivas, a las largas esperas y las llegadas felices con el traje oliendo a humo, el casco chamuscado y