El primer día

Cuando tienes 15 años nada hay más importante que el primer día de colegio, sobre todo si estás yendo a uno nuevo. Nada, absolutamente nada, puede quedar al azahar, desde los zapatos que vas a estrenar hasta el peinado que vas a usar, la forma en la que vas a entrar en el edificio, cómo vas a mirar, a quien vas a saludar y quienes se van a acercar a hablar. Un fallo en cualquiera de esas variantes puede ser un error garrafal y ganarte la fama de hortera, raro, nerd y alejarte de cualquier pretensión de ser respetado. Eso bien lo sabía yo, ese día que como venía de un colegio del que había acabado más que harto porque me hacían bulling, estaba decidido a iniciar un nuevo período de mi corta vida.

 Llevaba todo de estreno como marcaba la tradición en mi casa, eso sí comprado a cómodos plazos, esta vez en la Cooperativa del Cole en la que nunca nadie compraba nada porque tenía fama de vender cosas de pésima calidad y por la que mi viejo por apuro económico optó. Los primeros quince minutos habían transcurrido con normalidad hasta que se me ocurrió subir a un muro a esperar que iniciaran el acto cívico de bienvenida y el pantalón del uniforme, comprado a cómodos plazos mensuales, se rompió de arriba a abajo en la parte trasera delante de todo el alumnado. Tras unos segundos de congoja opté por la única salida digna que uno tiene en momentos así: reír a carcajadas, las cosas no podrían haber salido peor.

 Fue así como inicié una nueva etapa de mi vida convertido sin querer en un personaje, el maecillo del pantalón roto, el "buen nota" del que había que hacerse amigo por divertido, -durante meses la gente me paraba por los pasillos para rememorar la anécdota y eso me dio una fama inusitada durante tres años-; y con una nueva amiga, Laura, que sin conocerme me prestó su jersey para que me lo pusiera en la cintura., desde ese día nos hicimos inseparables.

 Los caminos de la vida son misteriosos.

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