Entradas

Barbie y Ken

Imagen
Ser el único chico del barrio que tenía un Ken me trajo una inusitada fama  entre las niñas que no paraban de invitarme a jugar con ellas,  y el escarnio de los energúmenos  mini machos alfas del barrio para los para divertirse solo existían la mejenga (fútbol), bicicleta o pasear por el barrio haciendo gamberradas fuera de eso cualquier pasatiempo que uno tuviera, como leer y jugar con el Lego, se consideraba sospechoso, poco de hombres. La verdad yo lo que quería era una figura de acción como el Madelman o Big Jim pero como en Costa Rica la moda de figuras de acción llegó con bastante retraso no me quedó más remedio que, con un dinero que mi abuela me había dado, comprarme al marido de la Barbie, no tenía manos articuladas y era bastante soso pero me servía para jugar de misiones con una figura de el indio Jerónimo y su caballo que me tía de Estados Unidos me había enviado. A falta de referentes y de cultura general en el barrio se corrió la voz que yo jugaba con Barbies. Lo que na

Crecer

Imagen
Crecer me sentó fatal, me vino mal pegar el estirón a los doce años porque de la noche a la mañana tuve que amoldarme a una dimensión desconocida, a ser un niño atrapado en el cuerpo de un adolescente. A los doce años yo solo quería pasar las tardes de verano correteando libre por el barrio, jugando a policías y ladrones, al escondido, al frío-caliente o pasar la tarde con mis aviones o con las naves de Star Wars que de un amigo mío y con el Landspeeder que yo me había comprado a pagos junto con una figurita de Luke Skywalker. De sopetón todo eso se terminó porque, entre otras cosas, mis amiguitos de barrio por esa época tenían ocho y diez años y mi “estirón” nos había separado abruptamente. Los primeros en hacérmelo notar fueron los obreros de construcción que abundaban en aquella época en la el barrio que vivía un verdadero boom de la construcción. Yo pasaba raudo y feliz corriendo con mis amigos y de pronto escuchaba chiflidos, insultos y comentarios absurdos de albañiles y carpinte

Dulce Caos

Imagen
En casa reinaba el cariño pero también el orden y la disciplina, los horarios se cumplían a raja tabla: se levantaba a las 7am, o antes - los fines de semana un poco más tarde- se almorzaba al mediodía en punto, justo cuando ponían El Ave María en Radio Reloj, la siesta de una a dos, el café merienda a las tres, la cena a las siete…a las nueve teníamos que estar con las oraciones hechas y en cama, leyendo o contando ovejas. No había mucho margen para la improvisación salvo en los feriados cuando ese protocolo familiar se relajaba un poco. La antípodas era la casa de mi abuela en la que regía un dulce caos, la única solución en un hogar en el que, en ese entonces, vivían cuatro hijos varones veinteañeros solteros que se pasaban el tiempo entrando y saliendo a deshoras, nunca se sabía a ciencia cierta cuando iban aparecer así que la hora de las comidas dependía básicamente del hambre que tuviera ella o los nietos que la estuvieran visitando. Cualquier día de entresemana a las diez de la

De momento

Imagen
  Una de las profesoras de hebreo que tuve en Israel -una señora ultraortodoxa absolutamente maravillosa- nos prohibió terminatemente decir que “No hablábamos hebreo” sin agregar un “de momento”. Decía que si no lo hacíamos daba la impresión que nos habíamos rendido, que estábamos convencidos que por más que estudiáramos JAMÁS en la vida hablaríamos el idioma y si de algo estaba seguda ella era que con un poco de paciencia tarde o temprano hablaríamos hebreo. A menudo he pensado que eso podría aplicarse a muchos aspectos de nuestra vida. Detrás de ese “De momento” hay una puerta la esperanza, una invitación al optimismo y a la absoluta certeza que nuestra vida va a mejor. De momento no tengo dinero (pero sé que el dinero viene y va), de momento me siento triste (pero volveré a sonreír pronto), de momento estoy enfermo (pero sé que con paciencia voy a mejorar), de momento no tengo a nadie en mi vida (pero sé que el amor tarde o temprano vendrá), de momento no tengo trabajo (pero sé que

Duendes

Imagen
Poco importaba lo largo del viaje si sabía que al final estarían ellos esperándome. La emoción comenzaba justo a mitad del vuelo, entre el cansancio y soponcio que siempre producen en mí los vuelos trasatlánticos me imaginaba lo que estarían haciendo mis viejos durante la mañana, probablemente mi madre se habría levantado a primera hora para poner en orden la casa -siempre decía que había que engalanarla porque con mi visita se iniciaban los días por los que ellos suspiraban todo el año-, se habría puesto a cocinar temprano y luego a acicalarse para que yo no la viera tan “viejilla” como solía decir. Mi viejo, por su parte, se habría levantado a primera hora para hacer la compra apenas abrieran los negocios, como de costumbre habría incluido una botellita de vino para brindar para cuando yo llegaba, y estaría unas dos horas antes de lo previsto listo para salir. Habrían almorzado tempranísimo para echarse una breve siesta y luego ilusionados salir rumbo al aeropuerto con alguna de mis

La hora mágica

Imagen
 Había algo de magia en la hora del café en casa de mis padres. Todo comenzaba cuando mi viejo, en plan de broma, tocaba una campana para anunciar que el café estaba servido y la casa se inundaba con ese aroma que te recuerda a tu niñez, a las largas vacaciones escolares cuando el verano se resumía a jugar y a estar a tiempo en casa para la merienda que te sabía a gloria mientras ponían por la tele los Picapiedra. Quizá movido por ese recuerdo en cada visita a Costa Rica por nada del mundo me perdía la hora del café, a cuantos me invitaban para hacer planes por la tarde siempre respondía con un “después de las cuatro”, que era cuando ya dabámos por finiquitadas las historias que compartíamos en la cocina mientras “cafeteábamos” y escuchábamos un programa de radio de unos abuelos jubilados que hablaban de todo lo habido y por haber y que se fueron muriendo de a poquitos hasta que que no quedó ninguno y el programa terminó. En esas tardes de café deseaba tener el poder de congelar el tie

Historia de un amor

Imagen
Las grandes historias de amor suelen ser tan cotidianas e imperceptibles que a veces los mismos protagonistas las viven sin darse cuenta de lo que han construido con el paso del tiempo, de lo que han logrado a base de persistencia y de apostar contra viento y marea por el otro. Una de esas monumentales historia fue la de mis viejos: ninguno de los dos se dio cuenta de lo que vivieron a lo largo de sesenta años, del camino de luces y sombras que transitaron y del que me siento agradecido por haber vivido en primera línea al punto que a estas alturas de mi vida creo sin lugar a dudas que el AMOR EXISTE y que es capaz de transformar vidas.  Los ví treinteañeros, cómplices, intentando educar tres hijos de la mejor manera, viviendo el trajín de lo que era ser jóvenes padres sin opacar lo que sentían el uno por el otro. Los vi darse besos furtivos, abrazarse mientras corrían para que llegáramos temprano a la Escuela. Los vi ya cuarentones en plena crisis matrimonial, mi padre entre lágrimas