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Bonanza

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Cuentan mis viejos que allá por los años 60 más de una vez caminaron no sé cuantos kilómetros para ir a ver televisión a casa de un tío "ricachón" de mi padre. Lo de ricachón no porque tuviera mucho dinero sino porque en esa época tener en casa una TV era un lujo que solo unos cuantos podían permitirse. En cuanto terminaban de cenar salían con toda prisa para llegar a tiempo para ver un episodio de Bonanza en compañía de familiares y vecinos, que se reunían en el salón de la casa de mi tío abuelo para mirar las aventuras de Ben Cartwright y sus hijos y de paso hacer un poco de tertulia sobre lo mal que estaba el mundo por aquella época mientras se tomaban un traguito y compartían lo que cada uno había llevado para comer. Al final de la noche mis padres veinteañeros hacían el camino de regreso pensando en que la vida sería maravillosa el día en que pudieran comprarse aunque fuera a plazos, como todo lo que había en casa, un aparato de ésos y ponerlo en el centro de la sala,

La princesa en la buhardilla

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Se llamaba María y era la clienta mas singular que he tenido, decía que yo era su "informático"y me llamaba cada vez que tenía alguna pequeña "tragedia" con su ordenador como que se le desconfigurara el ordenador, el anti-virus no funcionara o se le perdiera la clave de la cuenta de correos en un maremagnum de archivos. En ese entonces tenía unos 85 años, viuda y con un hijo que vivía en el exterior daba la impresión de llevar una vida solitaria. Por su porte, su cuidada melena, sus ojos azules y sus ademanes finos podría vivir en cualquier palacio europeo pero vivía en un minúsculo estudio de Madrid junto a un pekinés endemoniado que no paraba de ladrar en cuanto yo llegaba. Era fácil adivinar que María había tenido tiempos mejores, bastaba con ver sus fotos en su Argentina natal: una chica rubia guapísima en una recepción o vestida con traje de equitación siempre al lado de un caballo, su gran pasión. Estaba escribiendo un libro sobre Equinoterapia, lo úni

La foto

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Como siempre he bizqueado un poco con el ojo derecho quedar bien en cualquier foto que se me tome de frente es toda una odisea porque tiene que ser desde un ángulo exacto lo cual implica tomar decenas de fotos para terminar escogiendo la menos peor. Eso lo tengo claro desde mi tierna infancia y lo tuve muy presente el día en que el mejor y más célebre fotógrafo de Costa Rica nos tomó la foto de fin de curso de la primaria, pasamos toda la mañana posando una y otra vez, flanqueados por el director y una maestra a la que tenía atravesada porque me pasaba regañando el día entero. No sé cuantas veces el fotógrafo habrá pedido que "el de las gafas" mantuviera la compostura, que no hiciera muecas, que simplemente mirara fijamente la cámara pero me parece que fue inútil porque al final en la fotografía seleccionada salgo con la cabeza agachada, mirando al suelo. El enfado fue mayúsculo entre mis compañeros sobre todo entre los alumnos "alfa", los consentidos de la maestr

Como en las telenovelas

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Hace unos meses un amigo me contaba que siempre se había reído de las telenovelas, que le parecía una exageración todo lo que le pasaba a los protagonistas, que era absolutamente imposible que en la vida real la vida de la gente fuera tan excesivamente complicada. A él, químico de profesión, racional, contenido en sus emociones, reservado en su vida privada y la persona más discreta del universo le resultaba creer todos esos enredos en los que se metían los personajes: nadie con dos dedos de frente se mete con la mujer de su mejor amigo, ninguna mujer se puede enamorar de un farsante que ama a otra, ninguna joven becaria puede creer que el jefe dejará a su mujer para casarse con ella, nadie puede amar a dos personas a las vez, nadie puede ser pareja de alguien a quien no ama y pretender ser feliz. Mi amigo pensaba y pensaba entre risas que eso en la vida real nunca pasaba hasta que el año pasado su madre le reveló que su padre era otro y que se había casado estando embarazada de él.

El clarinete

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Durante años estuvo guardado como una joya, mi abuela lo tenía en la parte más alta del armario donde solía poner las cosas entrañables de su vida, como fotos, una caja de metal pequeña con recuerdos y papeles importantes. Si le suplicábamos mucho nos lo dejaba ver, era el clarinete de mi abuelo, un músico en sus tiempos libres y que tiró la toalla con el arte cuando se puso de moda el cine sonoro porque llevaba años con sus amigos de la orquesta animando las películas de Buster Keaton, el Gordo y el Flaco, Harold Lloyd y por supuesto, Charlie Chaplin. Se habrá sentido desilusionado y de pronto absolutamente inútil porque él y sus amigos no tenían nada que hacer frente a la espectacular música Made in Hollywood . Cuentan que durante una temporada siguió tocando en las veladas del barrio hasta que un buen día, sin saberlo guardó para siempre el clarinete. Hace mucho que mi abuelo no está y que demolieron el cine en el que actuaba pero yo sigo sintiendo una rara nostalgia familiar cuan

Finales felices

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El otro día me contaba un amigo de Israel que tiene una tía abuela que nunca ha visto completa "The Sound Of Music" llega hasta la boda y luego se para a seguir con sus cosas porque le deprime ver la llegada de los nazis y que esa pobre gente tenga que salir huyendo, para ella no tiene ninguna gracia y no es un final feliz que una familia tenga que atravesar las montañas huyendo de la barbarie. Visto así, una lógica implacable desde todo punto de vista y a lo mejor algo que habría que aplicar no solo a todas las películas y series de TV -dejar de verlas como queremos recordarlas- sino a cualquier situación que atravesamos por la vida, todo tiene un final implacable pero nosotros decidimos hasta donde llegamos y con qué recuerdos nos quedamos, sea un trabajo, una relación, o una situación que a priori juzgamos desagradable, puede ser que las cosas no vayan como queramos pero tenemos derecho a vivir nuestro propio y muy personal final feliz.

Gaudeamus Igitur

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Una de las cosas que más me ha costado en la vida fue dejar de ir a la Universidad. Tras terminar la carrera y no tener absolutamente nada que hacer ahí, estuve yendo durante varios años. Llegaba, me daba una vuelta por los edificios y me metía a leer en la biblioteca. Sencillamente no comprendía mi vida sin ir al lugar donde había sido inmensamente feliz;  a diferencia de algunos compañeros para los que ir a estudiar era un martirio para mí era el mejor plan, no tanto por lo que aprendía como por la gente maravillosa que tuve la suerte de conocer. Podíamos pasarnos las horas hablando de política o riéndonos de la vida mientras preparábamos una presentación o repasábamos las materias para los finales. El mundo era una seductora promesa, un lugar en el que podríamos llegar a ser cualquier cosas por más descabellada que nos pareciera: presidente del país, escritor famoso, ministro, catedrático, todo, absolutamente todo era posible a nuestros veinte años. Muchos tiempo han pasado desde