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Lenguas muertas

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El otro día me comentaba una amiga,  divorciada hace unos meses, que lo que más echaba de menos de su tiempo de casada eran los gestos y las palabras de un lenguaje "secreto" fruto de años de convivencia y que probablemente nunca se volverán a usar. Ponía como ejemplo los motes -o apodos- cariñosos con los que solían llamarse y que como todo en el mundo de parejas, tenía una historia oculta que irradiaba ternura y complicidad. Confesaba que tenía más que superado el final de la historia, la ausencia del ex  y la soledad inicial pero lo que le costaba trabajo no pensar con nostalgia en las palabras "raras" que usaban para denominar comidas, sitios, personas y estados de ánimo, "he intentado usarlas con otra gente pero me siento ridícula". Decía ella que era como cuando una civilización entera colapsaba y no quedaba nadie en la tierra que recordara que hubo un tiempo no muy lejano en el que las personas soñaron y amaron en un idioma inédito y del que hoy n

"Rebeldes" sin causa

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La verdad que como un cuasi abuelete últimamente ando un poco desilusionado de los jóvenes, de los rebeldes sin causa de hoy en día.  En mis tiempos, es decir los del siglo pasado, hacíamos lo imposible por llevar una vida lo más alejada de la mirada escrutadora de nuestros padres. No es que hiciéramos grandes locuras pero nos horrorizaba que los adultos se enteraran del mote que teníamos, o de la broma que le habíamos hecho a un colega de la clase. Desde nuestra perspectiva eran dos mundos absolutamente distintos y dábamos por sentado que unos vejetes -en aquel entonces de treinta años,- serían incapaces de comprender porqué nos escapábamos de Química o por qué nos gustaba estar las horas muertas tumbados en la hierba adivinando las formas de las nubes. Ahora todo aquel anonimato y delicioso secretismo se fue al garete. ¿Qué hace es lo primero que hace hoy en día un adolescente cuando abre su Facebook? Agregar a Papá, a Mamá y a ser posible a todo el familión y hasta a los amigos de

Hippies

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De pequeño era lo más normal del mundo ir a cualquier playa de mi pueblo y encontrarse un grupo de "melenudos" - o mechudos como decía mi padre- tocando guitarra y entonando canciones pacifistas al lado de una camioneta Volkswagen, casi siempre cochambrosa y atestada de cosas. Tu los veías con el rabillo de tus ojos de niño y pese a que te advertían que eran una especie de "anti sociales" -porque aparte de no ducharse diariamente, fumaban hierba- era imposible no sentir simpatía por esos chicos, por la felicidad que transpiraban y no querer sentarse con ellos alrededor de una fogata y cantar "Give peace a chance". Hace unos meses en New Orleans hablaba del tema con una tía mientras visitábamos una tienda retro dedicada al merchandising del años 60 - ironías de la vida, los objetos antisistema convertidos una mercancía de colección- y a la que los jóvenes de entonces, hoy venerables abuelos acuden como quien visita un museo. Mi tía con una lagrimilla en

Comida Casera

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Es una batalla perdida. No hay forma de llevar a mi madre a un restaurante a comer comida casera. Da igual que se le diga que es un lugar bonito, que está decorado como las casas antiguas, que es la última moda del jet set de mi pueblo -que también lo tenemos- que es sana y barata. No y no. Para ella la comida casera es invento de marketing, de gente desesperada que no haya qué inventar y que para comer "comida casera" ella se prepara un buen plato de frijoles o una sopa de pollo por mucho menos dinero y con ingredientes de mejor calidad y santas pascuas. "Si me sacan de casa es para probar algo que no como todos los días", así de contundente es mi vieja que, moderna como la que más, no termina de entender cómo de la noche a la mañana la gente ha "descubierto" que comer como antaño es lo mejor que hay, se ha vuelto nostálgica y quiere ir a restaurantes horriblemente decorados como las casas de los abuelos -había que ver el mal gusto que se tenía enton

El amor en tiempos de las Apps

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Si para algo han servido tantas "apps" para ligar es para poner fin al viejo arte del flirteo. Antaño parte del encanto de salir de copas era la posibilidad de ligar. Se salía a divertirse, a tomar una copa con los amigos, a pasarla bien pero en el fondo siempre existía la lejanísima esperanza de triunfar y de encontrar la "media naranja" al menos de esa noche. Chicos y chicas salíamos y entre cerveza y cotilleos oteábamos el horizonte para ver si había algo interesante en el panorama y diseñar en plan urgente un plan de ataque y seducción, la mayoría de las veces con nefastos resultados pero había que intentarlo. Ahora el panorama ha cambiado bruscamente, ya nadie vigila la puerta de entrada ni las mesas de al lado sino su teléfono móvil para chatear, coquetear e intercambiar fotos con gente que está a 400 kilómetros de distancia y cuyas probabilidades de conocerse son nulas. Se acabaron las miradas cómplices, los gestos de seducción y el nerviosismo de entabla

Vocación de villano

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Como soy un sinvergüenza no me da pena admitir que no recuerdo cuándo fue la última vez que hice algo bueno.En realidad es que soy malo malísimo y tengo vocación de villano. Es decir, que hacer el bien se me da fatal, pero la culpa no es mía, sino de la creencia popular de mi pueblo de que la gente buena vive poco, porque el Creador los llama pronto a su lado, y sólo vienen a este «valle de lágrimas» a sufrir y a ganarse el cielo a base de penalidades. Yo, como un día decidí que quiero vivir hasta los 150 años, pasármelo pipa en el más acá y no en el más allá, me tengo terminantemente prohibido hacer cualquier obra de caridad, no vaya a ser que me muera de puritica bondad, me hagan santo súbito, la gente se dispute mis huesos y me hagan estatuas en las que quedaría fatal, porque nunca he sido fotogénico, y menos escultórico, y posiblemente frente a mi imagen el mundo entero no sabría si rezar o descojonarse de risa. Y como antes muerto que sencillo, me la paso sembrando el mal, haci

Tangos y rancheras

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Como está visto que las penas saben nadar, al menos las mías que son campeonas olímpicas, más que ahogarlas las entretengo para que no den mucho la tabarra y permanezcan quietas en un rincón del alma. Para ello más que al alcohol que siempre resulta más costoso recurro a la música. Si lo que quiero es que mis penas se regodeen y se sientan destrozadas por un cruel destino les pongo un buen tango como el que comienza con “Silencio en la noche…” y que cuenta la historia de una viuda que pierde a sus cinco hijos en una guerra y a cambio le dan cinco medallas. A menos que fuera mi abuela, que fijo las habría empeñado para comprar lotería, uno queda hecho polvo pensando en lo que hará esa pobre mujer con tantas medallas. Si lo que quiero es que mis penas se dejen de pendejadas les pongo rancheras que tienen la extraña virtud de hacerme sentir ganas de torear desamores, fracasos y nostalgias. Aunque la que más me gusta es “El rey”, no tiene trono ni reina pero sigue tan campante, las de P