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La última carta

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En esta era de Internet, en la que los correos vienen y van, no hay que guardar cartas sino atesorarlas, como testimonio de una lejana época en las que la inmediatez no existía y las cartas de puño y letra reflejaban lo mejor (o lo peor) de cada uno. En un cajón tengo guardadas las pocas que he conservado, es lo malo de la vida pseudonómada que te obliga a irte desprendiendo de muchas pequeñas cosas igual que los árboles en otoño, que sin querer van diciendo adiós a sus hojas. Acabo de leer la última que recibí, del año 2006. Me la escribió una hermana de mi abuela que a sus 90 años y casi ciega, decidió contarme lo feliz que estaba con su vida porque a sus años seguía siendo independiente, le habían “puesto” un apartamento muy bonito en el barrio de toda su vida y podía ir al correo y salir a hacer sus compras sin que nadie la llevara, que era lo más le gustaba. En la carta, además, me envía un recorte de la vez en que yo salí en el periódico por si no lo tenía y me pide una foto pa

El Guiño

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Como bizqueo un poco del ojo derecho –sobre todo cuando estoy cansado o nervioso–, hace ya muchos años me inventé un truco para disimularlo: guiñar el ojo. Una solución ideal y divertida si uno se pasara toda la vida en un bar, porque las camareras te invitan a una ronda, ligas mogollón aunque no lo quieras – “Perdona, he visto que querías coquetear conmigo porque me guiñabas el ojo. ¿Qué plan tienes para esta noche?”–, los amigos ríen tus bromas y te devuelven el guiño por aquello de crear una atmósfera de complicidad, el pinchadiscos te complace con grandes éxitos de los 80 porque le has guiñado el ojo en plan colegueo. En fin, la alegría de la huerta. Sin embargo, la cosa cambia en otras circunstancias, por ejemplo en una entrevista de trabajo. En la última que tuve, mientras explicaba con detalle y profusión mis funciones como editor web en mi empresa anterior, al decir con orgullo que también le hacía otros trabajitos a los jefes –para dejar claro que era un empleado más que ent

Cine forum

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En casa solían celebrarse los cine fórum como deberían hacerse en todo el mundo mundial: en pijama. Por lo general las sesiones tenían lugar los domingos por la mañana, poco después del desayuno, cuando los dos únicos críticos oficiales de la casa, mi padre y mi madre, decidían contarnos la película que habían visto la noche anterior sin escatimar ningún detalle, incluyendo cómo terminaban, que lo de no contar el final  fue una invención moderna de los críticos de los periódicos. Mi padre era el experto en películas de guerra y para ser más concretos de la II Guerra Mundial. Consideraba que eran las únicas que merecía la pena ver aunque el final siempre era previsible, al menos para mí: pasara lo que pasara siempre ganaban los aliados.  Sus películas preferidas eran El puente sobre el río Kwai , cuya banda sonora la pasaba silbando a todas horas; El día más largo y, por supuesto, Los cañones de Navarone , una peli que tuvieron que ver en dos partes porque durante el estreno la funci

Los hombres ya no son lo que eran

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Me contaba una amiga divorciada que harta de ser la eterna soltera, la que siempre va sola a las fiestas y cenas, se apuntó a una web de contactos. Tras el temor inicial del “quedirandemi”, ilusionada creó su perfil con una breve y “honesta” descripción: chica de 50 años, profesional y de buen ver busca chico para salir. Agregó un par de fotos, las mejores de sus últimas vacaciones en Ibiza, una con la melena al aire en plan leona y otra más formalita con traje de ejecutiva para reforzar la idea de mujer independiente. Al principio los resultados no se hicieron esperar: mensajitos, piropos, propuestas de noches de pasión y hasta de matrimonio. Se sentía en la gloria porque otra vez estaba en el mercado y no paraba de responder mensajitos picantes. Sin embargo, con el tiempo su ánimo se fue desinflando porque con los chicos que quedaba o querían enrollarse en el momento o casarse ipsofactamente, y la verdad es que tras un traumático divorcio no se está para ninguna de las dos cosas. As

El equilibrista

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El otro día me contaba un amigo que nunca se imaginó la clase de cosas que la gente buena era capaz de decir hasta que se murió su madre. Había decidido no doblegarse ante la pena y enfrentar el momento con filosofía, después de todo su vieja había tenido una vida plena, había amado a sus hijos y ellos sencillamente la adoraban por lo que desde su óptica no se merecía un funeral lúgubre.  “Es una pérdida irreparable, vas a ver como toda tu vida las vas a echar de menos”, “¡ Pobrecito mío ¡¡Que solo te has quedado en el mundo” eran algunas de las perlas más light que entre lagrimones le soltaban sus piadosos vecinos mientras él trataba de consolarlos. Algo similar le pasó a otra amiga. Estaba internada en el hospital, recién operada de la matriz y tratando de poner al “mal tiempo buena cara” sobre todo después de que el médico le advirtiera que nunca podría quedar embarazada. Para animarla, que ya se sabe que para eso están los “buenos" amigos, una colega de curro lo primero que

Encontrar al padre

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Cuenta mi amiga que un día de tantos se despertó con ganas de conocer a su padre. Durante mucho tiempo había estado posponiendo ese momento – a veces por miedo, otras por rencor y casi siempre por evitar un enfrentamiento con su madre con la que era un tema que simplemente no se podía tratar – pero de repente sintió que para completar el rompecabezas de su vida necesita precisamente esa pieza. Es lo que tiene llegar a los cuarenta, que de repente te entran ganas de hacer las paces con el mundo y poner un poco de orden dentro del caos cotidiano. De niña y adolescente le gustaba observar con detenimiento a los señores mayores con los que se encontraba en la calle intentando encontrar algún parecido y siempre los veía alejarse con cierta tristeza “¿Y si ese era mi padre?” pensaba al tiempo que se imaginaba un final feliz yendo a casa con él de la mano y sintiendo que era la chica más afortunada del mundo por tener un papá “tan bueno y tan guapo”. Hallar a su progenitor resultó menos d

Sangre Azul

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Fue durante el saludo a la bandera, que todos los lunes hacíamos en la escuela, cuando Perera me reveló su gran secreto, que tenía sangre azul. A los siete años aquello me pareció la cosa más terrible que había escuchado. A decir verdad Perera no era muy simpático que digamos, pero ¿por qué la vida se había burlado de aquel chico? ¿Qué atroz destino tendría alguien que tuviera ese problema en la sangre? y lo que era peor, ¿sería contagioso? Desde aquel día se acabó la paz, dedicaba mis ratos libres a pensar si mi colega llegaría al final del curso o si caería muerto en mitad de la clase. Menos mal que tuve la suerte de que un día Perera se hiciera una herida en la mano mientras jugábamos, para así descubrir el embuste: su sangre era roja, rojísima, como la mía. ¡ Era un impostor ! Como la polémica llegó a oídos de la maestra y ella era una sabihonda en una clase, nos explicó con todo lujo de detalle lo que significaba tener sangre azul, mientras Perera se crecía a vista y paciencia d