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El peso de los años

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Sucedió de repente: un día me levanté y tenía parte de la barba blanca, tan blanca como la de Papá Noel. “¡Qué horror! ¡Estoy acabado!” pensé mientras me afeitaba frenéticamente para hacer desaparecer cualquier rastro que evidenciara mis años. Lo hice una, dos, tres y hasta cuatro veces pero siempre volvían aparecer y cada vez en mayor cantidad. Tenía que asumir mi destino, el de ser un cuarentón y punto, es decir que resignado hice las paces con mis canas. Cabizbajo y deprimido, pasé días enteros como en alma en pena pensando en planes de pensiones, precios de residencias para ancianos y todas esas cosas importantes en las “hay que pensar cuando uno llega a cierta edad”, como dice mi madre, optimista por vocación, que desde que tengo treinta me está recomendando un exámen prostático. Menos mal que junto con las canas empezaron a lloverme los piropos y eso me animó bastante. No hay día en el que alguien no me diga lo guapo que estoy, la buena planta que tengo, lo joven que parezco y u

La foto de Kennedy

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A los cinco años tenía la mente hecha un lío. Cada vez que abría el álbum de fotos familiar en la primera página aparecía ese señor, vestido de traje y corbata, y eternamente sonriente. A simple vista parecía que en la vida le iba bastante bien aunque mi madre un día me contó que llevaba casi diez años muerto y que lo había matado un señor “muy pero que muy malo”. Posiblemente por envidia, pensaba yo, porque además de bien parecido el señor ese tenía cara de ser el más bueno del mundo mundial. La verdad que la presencia de aquel señor me intrigaba profundamente sobre todo porque no siendo familia se había ganado el honor de estar al lado de mis abuelos, padres y de toda la manada de parientes que teníamos en ese entonces y que por fortuna seguimos teniendo. La confusión aumentaba cuando me decían que ese señor había sido presidente de Estados Unidos y que se llamaba John F. Kennedy. ¿Qué hacía un muerto, de un país lejano, con un apellido tan raro en la primera página del álbum, justo

Ese nombre me suena

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La sala de Urgencias estaba hasta arriba. Era domingo, y había llegado así para un tema tan urgente que dos años después no logro recordar si era que me dolía la tercera pestaña del ojo izquierdo o más bien el pelillo nº45 de mi fosa nasal derecha. Vamos, que había ido ahí por costumbre como suele pasar a partir de cierta edad en la que todo el mundo te repite hasta la saciedad que al menor síntoma de lo que sea, hay que salir corriendo a Urgencias. Aunque en ese entonces creo que se me fue un poco la mano y eso lo entendí ese día apenas crucé la puerta: el conserje me saludó en “plan amiguete”, la enfermera me preguntó como seguía de mis achaques y el médico de guardia me dijo algo como “¡Hombre, hace una semana que no nos veíamos! ¿Qué te ha pasado ahora?” y a continuación me mandó a esperar un par de horas mientras atendía, “urgencias realmente urgentes”. Estaba en ese estado de somnolencia tan solo interrumpido por la llegada de un nuevo paciente a la sala de Urgencias, que aunque

Mi padre y las corbatas

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A estas alturas de la vida creo que nunca cumpliré el sueño de mi padre, de volverme un señor muy formal “y con corbata” como suele aclarar cada vez que habla de gente importante. Lo dice enfatizando las palabras, recalcando cada una de ellas y, por supuesto, lanzando una indirecta muy directa a un hijo que le tiene absoluta manía a la corbata. Da igual que uno le diga que es una prenda “demodé”, que nadie la usa ya, que se puede ir bien vestido sin llevarla, para él no existe profesional digno si no lleva corbata. Si por ejemplo va al médico, lo atiende de maravilla pero tiene la “desfachatez” de no llevar corbata llega casa quejándose de lo mal que está la medicina en el país, “que ni los médicos usan corbata”. Si lo llamo para contarle que conseguí un buen trabajo, que me tratan de maravilla, que me pagan bien tarde o temprano sé que me va preguntar si voy bien vestido y “si llevo corbata”. Claro, el pobre está traumatizado desde la vez en que conseguí mi primer trabajo como period

Bye, Bye terrazas

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Uno de los problemas básicos de vivir en una zona güay, glamurosa y fashion -y cuanto adjetivo inn quieran los cool hunters - es que tarde o temprano los vecinos terminan hasta las narices de las mareas de curiosos nacionales, y del resto del mundo, que se acercan para “impregnarse” del ambiente “bohemio y urbano”, que es como catalogan todas las guías turísticas al barrio donde vivo y respiro diariamente ese tufillo de postmodernidad: la Latina. Yo por ejemplo, acabé hasta el moño de las terrazas de la acera de mi casa, que durante cuatro años martirizaron a todos los vecinos. No es que uno sea un amargado, pero es que eso de tener que abrirse paso entre turistas, borrachos, camareros y espontáneos para entrar a tu casa era un suplicio, sobre todo cuando uno tenía alguna urgencia muy concreta, tan concreta como la de ir al baño. Uno venga a aguantar, a ponerse rojo mientras el gentío avanzaba lentamente por la acera, ellos pensando en lo bonito que es vivir en el centro, y uno solo

Mechas y Fútbol

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¿Cuál es el sitio del mundo con más mechas por metro cuadrado? Los vestuarios en los partidos de los archiconocidos equipos de fútbol. Desde la llegada del metrosexual hace varios años, no hay cabellera de jugador que se precie que no haya conocido un poco de peróxido, de tratamiento para alisar el pelo y de cuanto producto haya para mantenerlo siempre brillante, sedoso “y libre de caspa”. Expediente X: durante casi dos horas juegan bajo las aclamaciones o abucheos de un fervoroso público que contiene la respiración en cada moviendo suyo, viven el estrés más absoluto y al final del partido aparecen divinos de la muerte, repeinados con sus mechas deslumbrantes y con las manchas de sudor a juego con el logo de su equipo. Siempre perfectos y dispuestos al flash. Uno en cambio se pasa el día frente al ordenador, sin moverse de su mesa y al final de la jornada luce como la Niña del Exorcista en sus peores momentos. No hay derecho. Una amiga muy fashion me comentó el otro día que su mundo c

Las cuñadísimas

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Notición del año: las Infantas no soportan a Letizia . El País nos despertaba este 19 de octubre con esa “jugosa” información, algo que pasa en todas las familias del mundo y especialmente en las más reales donde las cuñadas son cuñadísimas, señoras y princesas de su hogar. La historia tiene mucho de trivial y cotidiana y mucho de culebrón latinoamericano: chica de clase obrera, nieta de taxista y periodista –peor imposible- conoce al príncipe –nunca mejor de dicho- de sus sueños, se casa y viven felices para siempre para disgusto de las cuñadas que ven con recelo como la recién llegada poco a poco las va desplazando hasta convertirlas en una anécdota de la prensa del corazón. Y ser desplazado a nadie le gusta, duele y mucho, sobre todo porque ya se sabe que al final reina solo habrá una, le pese a quien le pese. Yo en lugar de las Infantas en lugar de marginarme discretamente, me abriría paso a codazo y a la menor ocasión trataría de arreglar las cosas como se deben arreglar todas l