El peso de los años

Sucedió de repente: un día me levanté y tenía parte de la barba blanca, tan blanca como la de Papá Noel. “¡Qué horror! ¡Estoy acabado!” pensé mientras me afeitaba frenéticamente para hacer desaparecer cualquier rastro que evidenciara mis años. Lo hice una, dos, tres y hasta cuatro veces pero siempre volvían aparecer y cada vez en mayor cantidad. Tenía que asumir mi destino, el de ser un cuarentón y punto, es decir que resignado hice las paces con mis canas. Cabizbajo y deprimido, pasé días enteros como en alma en pena pensando en planes de pensiones, precios de residencias para ancianos y todas esas cosas importantes en las “hay que pensar cuando uno llega a cierta edad”, como dice mi madre, optimista por vocación, que desde que tengo treinta me está recomendando un exámen prostático.

Menos mal que junto con las canas empezaron a lloverme los piropos y eso me animó bastante. No hay día en el que alguien no me diga lo guapo que estoy, la buena planta que tengo, lo joven que parezco y un sin fin de piropos, algunos bastante subiditos de tono que me hacen pensar en lo mucho que ha cambiado el mundo porque en mis tiempos, a los viejos se les veneraba y no se les soltaba las cosas que me dicen por ahí, es decir que estoy más que encantado. Es una pena que tantos halagos vayan siempre acompañados de los temibles peses: “…pese a la edad que tienes”, “…pese a que naciste a mediados del siglo pasado”, “…pese a ser un viejo”, “…pese a que tienes una pila de años”, “…pese a que solo te quedan dos telediarios”. Es decir: he descubierto que la edad pesa y mucho.

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