Ese nombre me suena

La sala de Urgencias estaba hasta arriba. Era domingo, y había llegado así para un tema tan urgente que dos años después no logro recordar si era que me dolía la tercera pestaña del ojo izquierdo o más bien el pelillo nº45 de mi fosa nasal derecha. Vamos, que había ido ahí por costumbre como suele pasar a partir de cierta edad en la que todo el mundo te repite hasta la saciedad que al menor síntoma de lo que sea, hay que salir corriendo a Urgencias. Aunque en ese entonces creo que se me fue un poco la mano y eso lo entendí ese día apenas crucé la puerta: el conserje me saludó en “plan amiguete”, la enfermera me preguntó como seguía de mis achaques y el médico de guardia me dijo algo como “¡Hombre, hace una semana que no nos veíamos! ¿Qué te ha pasado ahora?” y a continuación me mandó a esperar un par de horas mientras atendía, “urgencias realmente urgentes”.

Estaba en ese estado de somnolencia tan solo interrumpido por la llegada de un nuevo paciente a la sala de Urgencias, que aunque efímero suele ser todo un acontecimiento porque en la monotonía hospitalaria el nuevo siempre despierta curiosidad. Todas las miradas se posan sobre él tratando de adivinar que lo habrá traído hasta ahí, si tiene pinta de estar realmente enfermo - o si es un farsante como la mayoría de los que estábamos ahí - y en caso de que parezca estar mal, si habría que aconsejarle a los familiares tomarle una fotografía para tener un recuerdo del futuro difunto. “¡La gente es cruel!” pensaba mientras mi mirada se cruzaba con la Maruja de enfrente, que no solo seguía con detalle lo que pasaba en la sala sino que además lo comentaba en vivo y en directo.

Fue gracias a la “comentarista” espontánea que me di cuenta que a mi lado había un anciano de unos 90 años - aunque después descubriría que entonces tenía 101 años - menudo y sin más compañia que la de su bastón. La Maruja no paraba de decir que aquello era una barbaridad, que a esas edades no se podía andar solo por el mundo y qué clase de hijos tendría para estar en urgencias completamente solo. De pronto una de las enfermeras lo llamó “¡Francisco Ayala!”, lentamente él se levantó y recorrió los diez metros de la sala para recoger su informe médico. Tras eso el personal sanitario le preguntó si quería que le llamara un taxi o si necesitaba que lo acompañaran a casa, con amabilidad declinó el ofrecimiento con un “Ya me las apaño solo” mientras se despedía. “¡Francisco Ayala! Ese nombre me suena” dijo con aire reflexivo mi Maruja, y por supuesto que le sonaba pero no solo a ella sino a toda España...

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