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Pe y yo

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Lo mío con Penélope Cruz es algo muy personal y punto. La culpa de todo la tiene un rodaje en el que fui figurante o extra, como dicen en mi pueblo y que me parece más justo para describir ese trabajo en el que uno es solo parte del decorado para darle “credibilidad” a una escena, para que nadie se piense que en este mundo todos van a ser ricos y famosos. Fue una madrugada en una estación de metro. En la escena de “profunda complejidad”, a la voz “Acción” yo tendría que salir corriendo con la mochila roja, prestada para la ocasión por mi compañero de piso, correr por todo el andén e intentar sin resultado coger el metro. A los pocos segundos, en el mismo andén, aparecía Pe –melena al viento, vaqueros ajustados y camiseta de tirantes blancos– y ambos esperábamos el próximo tren. Finalmente llegaba, nos subíamos –en vagones separados para mi pesar– y listo, finalizaba la escena. Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el...

La cochina envidia

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Justo cuando enviar postales de viajes se había quedado demodé y podíamos vivir tranquilamente, sin pensar en lo bien que lo pasaban los demás durante sus vacaciones mientras nosotros nos asfixiábamos de calor en la ciudad, inventan Facebook, y con él la costumbre de que amigos y enemigos nos inunden  con miles de posts y vídeos de sus viajes y fiestas. Imposible no darse por enterado, sobre todo cuando te etiquetan o ponen pies de fotos del tipo “La pasamos tan ricamente que pensamos en ti” ( salta a la vista lo tristes que estaban ), “Aquí estamos en plena fiesta, solo faltas tú” ( haberme pagado el billete ). Mis padres no tienen Facebook pero sí teléfono, y para no quedarse atrás en esta moda han decidido llamarme cada vez que se la están pasando pipa. Da igual que sea verano o invierno, madrugada o la hora de la siesta, ellos con toda la tranquilidad del mundo mundial llaman para transmitir en directo el paseo que están haciendo a la playa o la visita a mi restaurante favori...

La niña fantasma

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A los 7 años no podía entender cómo cuando todos los críos del barrio pasábamos las tardes enteras jugando en la calle, Elena siempre estaba encerrada en la cochera de su casa. Daba igual el tiempo que hiciera, si pasaba uno por su casa, uno siempre se la encontraba sola, sentada tras la verja con ese aire de tristeza que tienen las flores de otro mundo, como si esperase pacientemente a que alguien le abrirse el portón para echar a volar. “Tonto, no está castigada, es que es como Helen Keller, es ciega y sorda, por eso sus padres no la dejan salir, por miedo a que le pase algo”, explicó mi hermana mayor, que a los doce años era la sabihonda oficial de la familia y, como tal, se puso a recitar a la hora de la cena la biografía de la escritora sin perder detalle, mientras yo la seguía boquiabierto, tratando de imaginar cómo serían las cosas sin oír ni ver nada y si me las apañaría tan bien como Helen Keller. Ya había comprendido por qué Elena estaba tan triste. Desde ese día cada vez...

Un tipo serio

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Tres meses tardé en aprender la diferencia entre mote familiar (apodo, como dicen en mi pueblo) y nombre verdadero. A los siete años no lograba comprender cómo a uno le ponían un nombre para luego no usarlo jamás, y aún menos por qué tenía que mantener en secreto un mote que a mí me gustaba y del cual me sentía orgulloso. Encima, mi padre era el que había comenzado a llamarme así, con lo cual mi cabeza estaba “patas p'arriba”. Sin embargo, mis viejos estaban más que decididos a que la criatura iniciara su etapa escolar con toda la formalidad del caso, diciendo –y correctamente– sus dos nombres para dejar claro a todos los compañeritos de la escuela que yo era un tipo serio y de buena familia. Día y noche me hacían repetir mis nombres y ensayar la presentación que haría el primer día lectivo, y como por arte de magia nadie volvió a llamarme por mi apodo: el operativo había sido un éxito. Por fin llegó el primer día de clases, antes de presentarme respiré profundo, pensé en lo orgull...

Los días del Arco Iris

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Un arco iris es mucho más que un arco iris. Y esto lo sé, no porque me lo dijeron sino porque en todos los días de mis calendarios he visto aparecer esta alianza multicolor aún en los firmamentos más lúgubres.Primero el día se vuelve gris, las aves suspenden su canto y buscan refugio seguro, luego una momentánea orgía de agua baña la tierra, truenos, relámpagos, oscuridad total, ¡el día se viste de luto! De pronto algunos rayos de sol con rebeldía –haciendo caso omiso de cualquier advertencia– logran infiltrarse en esa melancólica bóveda aunque no con tanta fuerza para teñirla de azul y vencer la tormenta, pero si para arrancarle lentamente tenues líneas de color que acabarán formando un arco mientras la lluvia agoniza.   Por eso digo que un arco iris es mucho más que un arco iris. Porque al igual que esta tierra de sangre y fuego, mi vida y la de todos los hombres – que no somos más que un suspiro en la eternidad – recibe de vez en cuando los embates de la tormenta. Sin saberlo...

Paréntesis

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Es lo que tiene estar en paro: que te sientes culpable. Da igual que uno se haya quedado sin trabajo por la crisis económica, por un ERE o por una reestructuración empresarial, que te hayas ido con las mejores recomendaciones y con una buena indemnización. Conforme pasan los días, al alivio inicial del “qué bueno que me libré de tantos marrones” sigue la sensación de que hay algo que no encaja y que no está bien eso de estar en casa cuando todo el mundo trabaja a destajo. Uno empieza a preguntarse si habrá hecho algo mal en su historia personal, si se esforzó lo suficiente o si acaso debería haber sido más simpático con los jefes para que se lo pensaran dos veces antes de darte el finiquito. Pasado un tiempo, a la culpabilidad se le suma esa sensación de que hay que reinventarse como sea y a cualquier precio. El otro día me decía un amigo, parado de larga duración, que no había día en el que no pensara en iniciar un negocio, en dedicarse a las cosas más inverosímiles o en emigrar a un ...

Día nudista

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Total, que a nadie se le queda bien. Y a las pruebas me remito: el año pasado, durante el verano, la piscina de la Complutense celebró el “Día del uso optativo del bañador”. La noticia causó estupor en muchos, porque hasta donde se sabía nadie obligaba a nadie a usar bañador, hasta entonces se creía que era un tema de libre elección y que lo que pasaba era que a nadie se le había ocurrido no llevarlo. Por eso media comunidad universitaria se quedó perpleja, preguntándose: “Ah, ¿pero es que era obligatorio?”. Al hilo de este día festivo y bajo el lema “El desnudo y la libertad de cátedra” se organizaron foros y debates. La otra mitad del mundo académico consideró que el hecho de que la piscina de un centro universitario decretara un día en pelotas era el acabose, la guinda que coronaba la degradación moral de la Universidad. Desde Adán y Eva se sabía que la desnudez no aportaba nada bueno al género humano, de hecho por culpa de ella nos echaron del paraíso. Así que previendo lo peor y b...